Garci pisaba las hormigas como si no fueran con él. Le molestaba que lo despertaran haciéndole cosquillas en las plantas de los pies y con pequeños mordisquitos de roedor barato e insignificante. Eran seres a los que no les veía el sentido. Y por mucho que en el Cielo esas cosas no pudieran pasar, él las estrujaba suavemente contra el suelo como si tal cosa, mientras silbaba para no escuchar el espantoso sonido de sus cuerpos al deshacerse. Pobres seres miserables y mortales, ¿y no podían haberse quedado en la Tierra, o siquiera en los Infiernos donde hubieran perecido con los calores? Le pasaba igual que con las moscas; tampoco entendía su significado en un lugar tan divino como el Cielo, en donde nada carecía de estética, ¿por qué de repente esos seres feos pululando y molestándoles a todos? Sin embargo, por mucho que nadie encontrara el sentido a la existencia de hormigas y moscas en el Cielo, sus habitantes eran tan estupendamente bondadosos que no se les hubiera ocurrido nunca pedir su destrucción al Padre. Pero Garci era más sincero que todo eso, y si le molestaban esos seres, pues se cargaba unos cuantos de vez en cuando, que no pasaba nada y se quedaba uno la mar de a gusto después de darles muerte. Especialmente perecían de inmediato aquéllos que osaran interrumpir su siesta de verano. Eran algunos días tórridos, no muchos, que se producían en el Cielo cuando algún ser infernal se había acercado demasiado a ellos, con cualesquiera pretensiones de entrada al Reino. Los demonios desprendían tanto calor que bastaba la aproximación de uno de ellos a las puertas del Bien para convulsionar todos los sistemas de refrigeración automática y disparar las alarmas. Enseguida se enteraban todos de que el sistema de seguridad había intentado ser violado, cosa claramente imposible de conseguir, por otra parte. Y ese día, y varios de los siguientes, subían las temperaturas cinco o seis grados, lo suficiente para que ángeles, hadas y demás seres celestiales acusaran un calor anormal al que no estaban acostumbrados para continuar con sus quehaceres diarios, así que se llenaban velozmente todas las piscinas del Reino para sofocar sus sopores y que no notaran la más mínima inconveniencia, como correspondía a la vida en el Paraíso.
Se desperezó Garci y dibujó una sonrisa pensando en su próximo viaje camino de los Infiernos. Hacía tiempo que no veía a la feota de Juanorra, con tanta Polinesia y exploración de playas nuevas donde preparar a las musas de la new age, apenas había tenido tiempo de pegarse unos revolcones como Dios manda, con perdón del Creador. Y la vida anodina de ángel pues estaba bien a ratos, pero no era nada comparada con una buena bacanal de sexo infernal. Además, esos calores le venían pero que muy bien para perder los kilitos de más que la buena vida le proporcionaba. En el Cielo no había forma de sudar, nada te podía hacer subir la temperatura, y mucho menos las vírgenes inmortales de que se rodeaba, que ni sentían ni padecían.
Kiminski, el poeta checo, la había palmado no haría ni cuatro días. Se enteró a la vuelta de la Polinesia, y de veras que lo sintió porque era un tipo amable y sin complicaciones. Sólo había que estar a su lado, beber un poco y charlar de nada y todo mientras se fumaban unos puros. Después él le cogía la delantera a la escritura y deliraba durante días enteros a veces, sin causar molestias ni más dedicación que la de estar allí. Garci a veces se adormecía con tanto alcohol y el silencio de la pluma estilográfica de Kiminski, hasta que éste le despertaba de un alarido, pues se le marchaba la concentración. Pero eso era todo. A saber ahora qué artista le estaría encomendado por los mandatos divinos y con qué rarezas se encontraba en su nueva labor. Y antes de que le llegara destino, tenía que pegarse una buena juerga de las suyas, porque lo que va delante, ¡pues va delante!
Estaba en éstas deliberando, e imaginando las afiladas curvas de Juanorra, cuando llamaron a la puerta de su torre. ¿Quién quería molestarle tan temprano? ¿Un mensaje quizá? ¿El nuevo artista que ya estuviera esperándole? ¡Oh cielos qué horror!
Bajó los cuatro pisos que le separaban de la calle de un salto y se dispuso a abrirle las puertas a quien quiera que fuese con una mirada inquisitiva y molesta:
-¿Síiiii?
-¿El Bello Garcilaso al habla?
-En efecto, ¿qué desea?
-Le llega un paquete ardiente y móvil, ¿lo deposito aquí fuera?
-¡No! Le abro ya mismo. ¿Qué es esto? ¿De dónde lo trae?
-Llegó como una bomba de relojería a nuestras oficinas de correo celestial postal. Hoy en día es raro que nos utilicen a nosotros en vez de a los transportadores digitales, más rápidos sin duda. Así que debe ser algo que le llegue de la Tierra, no tiene otra explicación. Quisimos abrirlo, porque siempre comprobamos los paquetes postales por si hay errores o algo peor. Sin embargo, este parece ser un regalo muy especial pues tiembla cada vez que alguno de nuestros operarios intenta manipularlo. Nuestros detectores de metales no lo identifican, y dio negativo igualmente en los nucleares, así que no hemos averiguado su peligrosidad potencial. Sin embargo, nada pudimos hacer puesto que se derrite cualquier objeto que acercamos a él. No comprendemos de dónde puede haber llegado ni cómo pasó los controles, pero lo cierto es que viene muy clarito su nombre y dirección. En fin, señor, aquí se lo dejo y que Ud. tenga un buen día.
Garcilaso despidió al cartero con una propina en plumas de oca, muy sabrosas para fundir en un caldo regenerativo y que raramente se encontraban en los mercados habituales, con lo que quedó en paz y prometió no abrir el pico acerca del extraño paquete postal que había entregado.
Garci supo inmediatamente que era otra de las locas ideas de Juanorra. Cualquier día la iban a pillar y se meterían los dos en un buen lío. ¡Pero menuda era ella si se le metía algo entre ceja y ceja! Y ahora que ya hacía más de un mes que no mantenían ningún contacto, debía de haberse puesto loca de contenta al enterarse de su regreso a tierras celestiales. Como estaban cerca de fechas navideñas, tan celebradas en el Paraíso e igualmente denostadas en el Infierno, a escondidas le debió haber preparado un guiso de culebrines y ratas de playa que estaría para chuparse los dedos. Se lo habría conservado burbujeante y con un licor amargo de tortuga, razón de que aquéllo quemara tanto que en la oficina postal no pudieran ni entreabrirlo. ¿Cómo lo habría logrado introducir esta vez y a saber qué tretas y sobornos habría llevado a cabo para conseguirlo? ¿Pero qué importaban los vericuetos de Juanorra, siempre indescifrables? Lo que importaba es que era la señal de bienvenida y que se iba a poner la panza de lo lindo con aquellos guisotes. ¡Luego ya lo quemaría, ya, con su amante más insana!
Lo primero era escribirle una carta corta de agradecimiento y enviársela por ondas, o mejor por internet. Lo malo del sistema internet es que pasaba por conductos de la Tierra que no le gustaban nada, y podía ser interceptado por algún inepto que lo confundiera con un mensaje del más allá o el más acá, o peor, con alguna payasada de extraterrestres. Los humanos es que se creían el centro del universo y tenían que controlarlo todo; a veces llegaban a resultar más ridículos que los propios demonios.
Pues bueno, utilizaría mejor el conducto de su amigo De Angelis, que a buen seguro no se hallaba lejos de sus dominios y tendría algún pibito para hacerle los recados de toma y daca de uno a otro Reino. De Angelis era el mejor contrabandista del Reino del Mal, y siempre sobornaba como quería a los guardas de uno y otro bando, que le tenían más miedo a él que al mismísimo Satanás in person. Así que traficaba con lo que le viniera en gana y en beneficio del mejor postor, un auténtico mercenario. ¡Ah, pero bien que les venía a las conspiraciones de las fuerzas del Mal y del Bien cuando tenían que ponerse de acuerdo en alguna misión sobrenatural y desmedida! No había un negociador como De Angelis. Se conocía las menudencias y miserias de ambos bandos y podía sobornarles con sus peores secretos y fechorías. No tenía precio su colaboración. Por eso Garci siempre le tenía de su lado. Para él era fácil, pues todo lo que deseaba De Angelis en la vida era descansar con una buena botella del mejor vodka ruso, un caviar iraní de primera para acompañar y cientos de cuerpos con silicona por todas partes que le doraran la píldora y le besuquearan sin cesar. En realidad, De Angelis de coito poquita cosa, como no fuera con mancebos fuertes y robustos. Con las niñas tetudas ni pensarlo, solamente las quería para sentirse rodeado y orgulloso, a la vez que el alcohol y sus efluvios le acababan de apagar los restos de vigor que quedaran en su miembro viril. Así que no era tan difícil de complacer, y las hadas, que ya le tenían archisabido el truco, se dejaban convencer por Garci-Terminator, con la promesa de un buen agasajo postrero, en forma de joya o viaje de placer.
Escribió unas letras cortas, pero muy en la línea que le gustaba a Juanorra:
“Querida perra fea y atrevida: tu santo varón inmaculado está que se pone los dientes largos esperando probar tus lindezas más amargas, y mientras tanto me comeré este guiso exquisito que con tus manos largas y afiladas has preparado para mí, en espera de mayores deleites y lujurias que te destrozarán en mil pedazos, como más te gusta. Tu cachondo amante divino. G.”
¡Ay que ver lo que le gustaba esa bruja desmedida! Ni la Polinesia ni mil balinesas embadurnándole los huesitos, no había ninguna, ni mortal ni inmortal, que se le pudiera comparar. ¡Juanorra era otra cosa, y se le ponían las carnes suaves y ardientes de pensar en ella! Por cierto, ¿qué habría sido de aquella niña-engendro que concibieron juntos por un enorme error de protección fallida? ¿viviría todavía? A decir verdad, nunca después de verla de bebé volvió a preguntarle a su novia bruja por aquel fetito tan amable. Era un bebé que ni pedía, ni lloraba, ni molestaba. Era feíta, pobre, ¡qué feíta le pareció! Tanto, que nunca quiso admitir en su fuero interno que fuera suya. Había que ver, desde luego que los genes de Juanorra debían ser de roble, porque lo que es de él, el fetito es que no sacó nada de nada. Quizá los senos, le había comentado muy posteriormente la madre alguna vez. Cuando comenzó a crecer parece que le despuntaban dos montañas del kilimanjaro de lo más esponjosas y nada parecidas a las de las otras infantes. Y luego ese halo de dulzura infantil, nada común tampoco en las verdaderas brujitas. En fin, voilà, ¿quién podía saber qué habría sido de esa medio hija suya? En el fondo, qué importaba ya, habían pasado tantos años que sería más fea aún que su propia madre, que ya es decir. Al pensar esto, a Garci se le pusieron ojos de carnero degollado otra vez, y se avergonzó inmediatamente de pensar con tanta lascivia de su propia hija. ¡Qué carajo, no tenía remedio su desfachatez! Quizá le preguntara por ella a Juanorra en su próximo encuentro.
Se puso un turbante que le favorecía excesivamente y salió a dar un paseo, por si se encontraba con De Angelis camuflado en alguno de sus bares favoritos. Los bares de oxígeno eran lo más inn, así que probó en dos o tres, y preguntó en las barras a algunos amigos comunes de la magia-mafia; pero nada, hacía por lo menos dos semanas que no sabían nada del canalla de su amigo.
Tuvo que desistir y pensar en utilizar algún otro sistema para llamar su atención. Sí, un buen negocio de tráfico de armas, o quizá una trata de rubias blancas rusas, y De Angelis se presentaría a la menor ocasión de oler un tufo así. De modo que ideó un intercambio entre la mafia japonesa y los terroristas peruanos de Sendero, que le hubiera puesto los pelos de punta al mismísimo Fujimori en sus buenos tiempos, y lo dicho, en cuanto se extendió el rumor de que había un acuerdo de miles, millones de dólares en juego, y prostitución a gogó, el mejor conspirador de todo el reino infernal se presentó ipso facto y con un cabreo de mil amores.
-¿Qué ven mis ojos? ¡Un negocio tan suculento y nadie me avisa para cortar el pastel! Garci, debí suponer que un día me traicionarías, ¿tú metiéndote en estos berenjenales y sin darme participación?
-Para, para, mi parte es tu parte, ya lo sabes de siempre. Me importa un pito todo este negocio de armas y putas, ya te las compondrás tú con los japos y los nikkeis, que me aburren mortalmente. Yo sólo quería atrapar tu atención porque tengo una misión para ti que me interesa mucho más.
-Mi buen amigo, dime qué necesitas. Te atenderé con gusto y después pasaré a conversar con todos estos idiotas y a poner las cartas sobre la mesa.
-Es Juanorra, que me tiene loco. Tienes que bajar hasta su casa y hacerte de rogar para que te diga dónde y cuándo nos encontramos. Y de paso le llevas esta misiva de mi puño y letra para que se le ponga el chochito de mermelada. Si no me traes noticias suyas en menos de veinticuatro horas tendré que bajar yo mismo, disfrazado o como sea, y eso sería demasiado peligroso con los tiempos que corren. Ya sabes que tu boss Satán me la tiene jurada y ha distribuido fotos mías por toda la policía local para que me apresen en cuanto me vean.
-Y no quieras saber la que te espera si te cogen, te tiene preparados los peores castigos infernales y ni yo mismo podría salvarte. Te la tiene jurada desde que le birlaste la última víctima para sus fines más delictivos.
-Sí, aquel pobre científico que, después de haberse declarado agnóstico toda su vida, le llega la muerte pisando los talones y se quería convertir al cristianismo y entrar en el reino de los Cielos. Tuve que explicarle no sólo que eso era imposible salvo para algunos insectos, que bastante asco me dan, sino que era mejor una muerte completa que la promesa del Infierno inmortal. Fue una operación durísima, porque el tío es que se resistía a desaparecer, y allí estaba el mismo Satanás en persona para convencerle de las delicias del Mal. Erre que erre con que sería aclamado, famoso, y que todas las glorias le serían dadas por los tiempos de los tiempos. Y yo gritándole que no escuchara, que le esperaba una vida de esclavo a las órdenes de un demonio tirano que le exprimiría el cerebro hasta que no le quedara una gota de sabiduría. Dios me puso el listón muy alto en aquella operación de contraespionaje, pero había que impedir del modo que fuera que el Mal se hiciera con semejante genio de las fórmulas nucleares, porque ni Dios sabía qué locuras demoníacas podían haberse derivado. Probablemente nos hubiérais asestado un duro golpe a nuestro bienestar celestial, que en nada nos hubiera beneficiado, ni a ti ni a mí.
-¡Eso ni que lo digas! Yo estaba atemorizadísimo con la idea de perder mi mejor mercado, que no son ni los hombres ni los animales, todos esos tienen un poder muy limitado a la hora de ordenar armas, misiles, drogas… nada comparable a los ángeles hastiados de su vida monótona y rosácea. Ni qué decir de la inteligencia con que estáis dotados, los dones que os caracterizan y los poderes de que gozáis. Sin esta clientela, apaga y vámonos, De Angelis&Co. tendría que cerrar sus puertas.
-Bueno, bueno, siempre seremos un tándem. ¿Te decides a bajar o qué?
-No sé qué decirte, ahora hago mucha falta para cerrar el pacto con los japos. Y tengo que preparar la Cumbre que se nos avecina, no me vayan a coger la delantera. ¿No te sería igual si envío a uno de mis lacayos? Por ejemplo Pasqualis va que ni pintado para estas operaciones.
-¿Pasqualis cabeza rota? ¡Ni soñarlo! Es presa de sobornos varios y no arriesgaría mi seguridad con ese mequetrefe. Propónme otro. En cuanto a la Cumbre, la tenemos chupada si coordinamos bien nuestras fuerzas contrapuestas, comme toujours my friend...
-Nada, ya veo que no habrá manera. Está bien, por ser tú me desplazo yo mismo. Mientras te hago el trabajito, distráeme pues a los caballeros, dales un par de whiskys bien fríos a cada uno y unos puros caribeños. Y si me retraso más de la cuenta, les consigues unas nenitas que pongan cara de bobas y se dejen tocar el culito. ¡No los pierdas de vista!
-¡Y tú no me falles!