El club de las brujas

El club de las brujas

lunes, 28 de junio de 2010

SEIS: Garcilaso el Bello, enamorado.


Garci pisaba las hormigas como si no fueran con él. Le molestaba que lo despertaran haciéndole cosquillas en las plantas de los pies y con pequeños mordisquitos de roedor barato e insignificante. Eran seres a los que no les veía el sentido. Y por mucho que en el Cielo esas cosas no pudieran pasar, él las estrujaba suavemente contra el suelo como si tal cosa, mientras silbaba para no escuchar el espantoso sonido de sus cuerpos al deshacerse. Pobres seres miserables y mortales, ¿y no podían haberse quedado en la Tierra, o siquiera en los Infiernos donde hubieran perecido con los calores? Le pasaba igual que con las moscas; tampoco entendía su significado en un lugar tan divino como el Cielo, en donde nada carecía de estética, ¿por qué de repente esos seres feos pululando y molestándoles a todos? Sin embargo, por mucho que nadie encontrara el sentido a la existencia de hormigas y moscas en el Cielo, sus habitantes eran tan estupendamente bondadosos que no se les hubiera ocurrido nunca pedir su destrucción al Padre. Pero Garci era más sincero que todo eso, y si le molestaban esos seres, pues se cargaba unos cuantos de vez en cuando, que no pasaba nada y se quedaba uno la mar de a gusto después de darles muerte. Especialmente perecían de inmediato aquéllos que osaran interrumpir su siesta de verano. Eran algunos días tórridos, no muchos, que se producían en el Cielo cuando algún ser infernal se había acercado demasiado a ellos, con cualesquiera pretensiones de entrada al Reino. Los demonios desprendían tanto calor que bastaba la aproximación de uno de ellos a las puertas del Bien para convulsionar todos los sistemas de refrigeración automática y disparar las alarmas. Enseguida se enteraban todos de que el sistema de seguridad había intentado ser violado, cosa claramente imposible de conseguir, por otra parte. Y ese día, y varios de los siguientes, subían las temperaturas cinco o seis grados, lo suficiente para que ángeles, hadas y demás seres celestiales acusaran un calor anormal al que no estaban acostumbrados para continuar con sus quehaceres diarios, así que se llenaban velozmente todas las piscinas del Reino para sofocar sus sopores y que no notaran la más mínima inconveniencia, como correspondía a la vida en el Paraíso.


Se desperezó Garci y dibujó una sonrisa pensando en su próximo viaje camino de los Infiernos. Hacía tiempo que no veía a la feota de Juanorra, con tanta Polinesia y exploración de playas nuevas donde preparar a las musas de la new age, apenas había tenido tiempo de pegarse unos revolcones como Dios manda, con perdón del Creador. Y la vida anodina de ángel pues estaba bien a ratos, pero no era nada comparada con una buena bacanal de sexo infernal. Además, esos calores le venían pero que muy bien para perder los kilitos de más que la buena vida le proporcionaba. En el Cielo no había forma de sudar, nada te podía hacer subir la temperatura, y mucho menos las vírgenes inmortales de que se rodeaba, que ni sentían ni padecían.



Kiminski, el poeta checo, la había palmado no haría ni cuatro días. Se enteró a la vuelta de la Polinesia, y de veras que lo sintió porque era un tipo amable y sin complicaciones. Sólo había que estar a su lado, beber un poco y charlar de nada y todo mientras se fumaban unos puros. Después él le cogía la delantera a la escritura y deliraba durante días enteros a veces, sin causar molestias ni más dedicación que la de estar allí. Garci a veces se adormecía con tanto alcohol y el silencio de la pluma estilográfica de Kiminski, hasta que éste le despertaba de un alarido, pues se le marchaba la concentración. Pero eso era todo. A saber ahora qué artista le estaría encomendado por los mandatos divinos y con qué rarezas se encontraba en su nueva labor. Y antes de que le llegara destino, tenía que pegarse una buena juerga de las suyas, porque lo que va delante, ¡pues va delante!



Estaba en éstas deliberando, e imaginando las afiladas curvas de Juanorra, cuando llamaron a la puerta de su torre. ¿Quién quería molestarle tan temprano? ¿Un mensaje quizá? ¿El nuevo artista que ya estuviera esperándole? ¡Oh cielos qué horror!



Bajó los cuatro pisos que le separaban de la calle de un salto y se dispuso a abrirle las puertas a quien quiera que fuese con una mirada inquisitiva y molesta:



-¿Síiiii?

-¿El Bello Garcilaso al habla?

-En efecto, ¿qué desea?

-Le llega un paquete ardiente y móvil, ¿lo deposito aquí fuera?

-¡No! Le abro ya mismo. ¿Qué es esto? ¿De dónde lo trae?

-Llegó como una bomba de relojería a nuestras oficinas de correo celestial postal. Hoy en día es raro que nos utilicen a nosotros en vez de a los transportadores digitales, más rápidos sin duda. Así que debe ser algo que le llegue de la Tierra, no tiene otra explicación. Quisimos abrirlo, porque siempre comprobamos los paquetes postales por si hay errores o algo peor. Sin embargo, este parece ser un regalo muy especial pues tiembla cada vez que alguno de nuestros operarios intenta manipularlo. Nuestros detectores de metales no lo identifican, y dio negativo igualmente en los nucleares, así que no hemos averiguado su peligrosidad potencial. Sin embargo, nada pudimos hacer puesto que se derrite cualquier objeto que acercamos a él. No comprendemos de dónde puede haber llegado ni cómo pasó los controles, pero lo cierto es que viene muy clarito su nombre y dirección. En fin, señor, aquí se lo dejo y que Ud. tenga un buen día.



Garcilaso despidió al cartero con una propina en plumas de oca, muy sabrosas para fundir en un caldo regenerativo y que raramente se encontraban en los mercados habituales, con lo que quedó en paz y prometió no abrir el pico acerca del extraño paquete postal que había entregado.



Garci supo inmediatamente que era otra de las locas ideas de Juanorra. Cualquier día la iban a pillar y se meterían los dos en un buen lío. ¡Pero menuda era ella si se le metía algo entre ceja y ceja! Y ahora que ya hacía más de un mes que no mantenían ningún contacto, debía de haberse puesto loca de contenta al enterarse de su regreso a tierras celestiales. Como estaban cerca de fechas navideñas, tan celebradas en el Paraíso e igualmente denostadas en el Infierno, a escondidas le debió haber preparado un guiso de culebrines y ratas de playa que estaría para chuparse los dedos. Se lo habría conservado burbujeante y con un licor amargo de tortuga, razón de que aquéllo quemara tanto que en la oficina postal no pudieran ni entreabrirlo. ¿Cómo lo habría logrado introducir esta vez y a saber qué tretas y sobornos habría llevado a cabo para conseguirlo? ¿Pero qué importaban los vericuetos de Juanorra, siempre indescifrables? Lo que importaba es que era la señal de bienvenida y que se iba a poner la panza de lo lindo con aquellos guisotes. ¡Luego ya lo quemaría, ya, con su amante más insana!



Lo primero era escribirle una carta corta de agradecimiento y enviársela por ondas, o mejor por internet. Lo malo del sistema internet es que pasaba por conductos de la Tierra que no le gustaban nada, y podía ser interceptado por algún inepto que lo confundiera con un mensaje del más allá o el más acá, o peor, con alguna payasada de extraterrestres. Los humanos es que se creían el centro del universo y tenían que controlarlo todo; a veces llegaban a resultar más ridículos que los propios demonios.



Pues bueno, utilizaría mejor el conducto de su amigo De Angelis, que a buen seguro no se hallaba lejos de sus dominios y tendría algún pibito para hacerle los recados de toma y daca de uno a otro Reino. De Angelis era el mejor contrabandista del Reino del Mal, y siempre sobornaba como quería a los guardas de uno y otro bando, que le tenían más miedo a él que al mismísimo Satanás in person. Así que traficaba con lo que le viniera en gana y en beneficio del mejor postor, un auténtico mercenario. ¡Ah, pero bien que les venía a las conspiraciones de las fuerzas del Mal y del Bien cuando tenían que ponerse de acuerdo en alguna misión sobrenatural y desmedida! No había un negociador como De Angelis. Se conocía las menudencias y miserias de ambos bandos y podía sobornarles con sus peores secretos y fechorías. No tenía precio su colaboración. Por eso Garci siempre le tenía de su lado. Para él era fácil, pues todo lo que deseaba De Angelis en la vida era descansar con una buena botella del mejor vodka ruso, un caviar iraní de primera para acompañar y cientos de cuerpos con silicona por todas partes que le doraran la píldora y le besuquearan sin cesar. En realidad, De Angelis de coito poquita cosa, como no fuera con mancebos fuertes y robustos. Con las niñas tetudas ni pensarlo, solamente las quería para sentirse rodeado y orgulloso, a la vez que el alcohol y sus efluvios le acababan de apagar los restos de vigor que quedaran en su miembro viril. Así que no era tan difícil de complacer, y las hadas, que ya le tenían archisabido el truco, se dejaban convencer por Garci-Terminator, con la promesa de un buen agasajo postrero, en forma de joya o viaje de placer.



Escribió unas letras cortas, pero muy en la línea que le gustaba a Juanorra:



“Querida perra fea y atrevida: tu santo varón inmaculado está que se pone los dientes largos esperando probar tus lindezas más amargas, y mientras tanto me comeré este guiso exquisito que con tus manos largas y afiladas has preparado para mí, en espera de mayores deleites y lujurias que te destrozarán en mil pedazos, como más te gusta. Tu cachondo amante divino. G.”



¡Ay que ver lo que le gustaba esa bruja desmedida! Ni la Polinesia ni mil balinesas embadurnándole los huesitos, no había ninguna, ni mortal ni inmortal, que se le pudiera comparar. ¡Juanorra era otra cosa, y se le ponían las carnes suaves y ardientes de pensar en ella! Por cierto, ¿qué habría sido de aquella niña-engendro que concibieron juntos por un enorme error de protección fallida? ¿viviría todavía? A decir verdad, nunca después de verla de bebé volvió a preguntarle a su novia bruja por aquel fetito tan amable. Era un bebé que ni pedía, ni lloraba, ni molestaba. Era feíta, pobre, ¡qué feíta le pareció! Tanto, que nunca quiso admitir en su fuero interno que fuera suya. Había que ver, desde luego que los genes de Juanorra debían ser de roble, porque lo que es de él, el fetito es que no sacó nada de nada. Quizá los senos, le había comentado muy posteriormente la madre alguna vez. Cuando comenzó a crecer parece que le despuntaban dos montañas del kilimanjaro de lo más esponjosas y nada parecidas a las de las otras infantes. Y luego ese halo de dulzura infantil, nada común tampoco en las verdaderas brujitas. En fin, voilà, ¿quién podía saber qué habría sido de esa medio hija suya? En el fondo, qué importaba ya, habían pasado tantos años que sería más fea aún que su propia madre, que ya es decir. Al pensar esto, a Garci se le pusieron ojos de carnero degollado otra vez, y se avergonzó inmediatamente de pensar con tanta lascivia de su propia hija. ¡Qué carajo, no tenía remedio su desfachatez! Quizá le preguntara por ella a Juanorra en su próximo encuentro.



Se puso un turbante que le favorecía excesivamente y salió a dar un paseo, por si se encontraba con De Angelis camuflado en alguno de sus bares favoritos. Los bares de oxígeno eran lo más inn, así que probó en dos o tres, y preguntó en las barras a algunos amigos comunes de la magia-mafia; pero nada, hacía por lo menos dos semanas que no sabían nada del canalla de su amigo.



Tuvo que desistir y pensar en utilizar algún otro sistema para llamar su atención. Sí, un buen negocio de tráfico de armas, o quizá una trata de rubias blancas rusas, y De Angelis se presentaría a la menor ocasión de oler un tufo así. De modo que ideó un intercambio entre la mafia japonesa y los terroristas peruanos de Sendero, que le hubiera puesto los pelos de punta al mismísimo Fujimori en sus buenos tiempos, y lo dicho, en cuanto se extendió el rumor de que había un acuerdo de miles, millones de dólares en juego, y prostitución a gogó, el mejor conspirador de todo el reino infernal se presentó ipso facto y con un cabreo de mil amores.



-¿Qué ven mis ojos? ¡Un negocio tan suculento y nadie me avisa para cortar el pastel! Garci, debí suponer que un día me traicionarías, ¿tú metiéndote en estos berenjenales y sin darme participación?

-Para, para, mi parte es tu parte, ya lo sabes de siempre. Me importa un pito todo este negocio de armas y putas, ya te las compondrás tú con los japos y los nikkeis, que me aburren mortalmente. Yo sólo quería atrapar tu atención porque tengo una misión para ti que me interesa mucho más.

-Mi buen amigo, dime qué necesitas. Te atenderé con gusto y después pasaré a conversar con todos estos idiotas y a poner las cartas sobre la mesa.

-Es Juanorra, que me tiene loco. Tienes que bajar hasta su casa y hacerte de rogar para que te diga dónde y cuándo nos encontramos. Y de paso le llevas esta misiva de mi puño y letra para que se le ponga el chochito de mermelada. Si no me traes noticias suyas en menos de veinticuatro horas tendré que bajar yo mismo, disfrazado o como sea, y eso sería demasiado peligroso con los tiempos que corren. Ya sabes que tu boss Satán me la tiene jurada y ha distribuido fotos mías por toda la policía local para que me apresen en cuanto me vean.

-Y no quieras saber la que te espera si te cogen, te tiene preparados los peores castigos infernales y ni yo mismo podría salvarte. Te la tiene jurada desde que le birlaste la última víctima para sus fines más delictivos.

-Sí, aquel pobre científico que, después de haberse declarado agnóstico toda su vida, le llega la muerte pisando los talones y se quería convertir al cristianismo y entrar en el reino de los Cielos. Tuve que explicarle no sólo que eso era imposible salvo para algunos insectos, que bastante asco me dan, sino que era mejor una muerte completa que la promesa del Infierno inmortal. Fue una operación durísima, porque el tío es que se resistía a desaparecer, y allí estaba el mismo Satanás en persona para convencerle de las delicias del Mal. Erre que erre con que sería aclamado, famoso, y que todas las glorias le serían dadas por los tiempos de los tiempos. Y yo gritándole que no escuchara, que le esperaba una vida de esclavo a las órdenes de un demonio tirano que le exprimiría el cerebro hasta que no le quedara una gota de sabiduría. Dios me puso el listón muy alto en aquella operación de contraespionaje, pero había que impedir del modo que fuera que el Mal se hiciera con semejante genio de las fórmulas nucleares, porque ni Dios sabía qué locuras demoníacas podían haberse derivado. Probablemente nos hubiérais asestado un duro golpe a nuestro bienestar celestial, que en nada nos hubiera beneficiado, ni a ti ni a mí.

-¡Eso ni que lo digas! Yo estaba atemorizadísimo con la idea de perder mi mejor mercado, que no son ni los hombres ni los animales, todos esos tienen un poder muy limitado a la hora de ordenar armas, misiles, drogas… nada comparable a los ángeles hastiados de su vida monótona y rosácea. Ni qué decir de la inteligencia con que estáis dotados, los dones que os caracterizan y los poderes de que gozáis. Sin esta clientela, apaga y vámonos, De Angelis&Co. tendría que cerrar sus puertas.

-Bueno, bueno, siempre seremos un tándem. ¿Te decides a bajar o qué?

-No sé qué decirte, ahora hago mucha falta para cerrar el pacto con los japos. Y tengo que preparar la Cumbre que se nos avecina, no me vayan a coger la delantera. ¿No te sería igual si envío a uno de mis lacayos? Por ejemplo Pasqualis va que ni pintado para estas operaciones.

-¿Pasqualis cabeza rota? ¡Ni soñarlo! Es presa de sobornos varios y no arriesgaría mi seguridad con ese mequetrefe. Propónme otro. En cuanto a la Cumbre, la tenemos chupada si coordinamos bien nuestras fuerzas contrapuestas, comme toujours my friend...

-Nada, ya veo que no habrá manera. Está bien, por ser tú me desplazo yo mismo. Mientras te hago el trabajito, distráeme pues a los caballeros, dales un par de whiskys bien fríos a cada uno y unos puros caribeños. Y si me retraso más de la cuenta, les consigues unas nenitas que pongan cara de bobas y se dejen tocar el culito. ¡No los pierdas de vista!

-¡Y tú no me falles!

viernes, 18 de junio de 2010

CINCO: LOS SECRETOS DE LA PRIMA BETÚN

Rosalinda se puso unas chanclas y una túnica que le cubría hasta los tobillos antes de apresurarse hacia la casa de su prima, no fuera a ser que algún vecino inconveniente la parase y se hiciera notar algún cambio en su figura. Cambios, que por otra parte, ella todavía no había percibido, pero nunca estaban de más las precauciones en la vida de una bruja traicionera como ella. También se disimuló el rostro con un velo cantarín y mañanero, y salió a todo correr en pos de su imagen transformada.

La calle estaba prácticamente desierta. ¿Qué brujo de cierta valía se prestaría a sufrir un bochornoso día de mayo caluroso semejante si no era por algún motivo de verdadera maldad? Así que Rosalinda podía disfrutar de las pestilentes aceras, deshaciéndose bajo sus pies enchanclados, sin el menor atisbo de vida a su alrededor. Hacía un día apestosamente cálido, a decir verdad, y de no ser por el invento, ¡a buenas horas la pillaban a ella fuera de la cama al mediodía! Pero el que algo quería estaba claro que tenía que pelearlo, al menos en los Infiernos funcionaban así las cosas. No digamos en la Tierra, ¡vaya!, que se le ocurriera a un humano querer convertirse en inmortal, no importa a qué reino aspirara, era imposible salvo que llegara a un pacto con los diablos, falso acuerdo que le convertiría en esclavo, más que nada. Ella había mirado en varios libros de historia maga, y nada, no había casos de conversiones como la suya, ¡inauguraría una nueva era con su invento!

Pensaba en todas estas cosas mientras andaba bajo el sol abrasador y se iba poniendo contentísima, a la vez que le chorreaban los sudores por pies, manos, espalda, senos… ¡De repente recordó lo importante que era permanecer seca mientras durara la transformación, lo decía bien clarito en la fórmula! ¡Qué inconsciente! ¡Hala, ella deambulando bajo estos calores y su piel derritiéndose bajo más de cien grados! ¡Pero qué burra era! Se metió en una sombra a pensar. Le quedaba por lo menos un kilómetro hasta la casa de Betún. No tenía para un taxi-escoba, y menos aún para un boli-carro digital. Las alternativas eran escasas; si se quedaba esperando que amainara el bochorno callejero daría tiempo a que su prima comprendiera el engaño de la peluquería y volviera a casa de un humor de perros, opción nada recomendable dados los dientes de sable que se gastaba. Si seguía andando tenía para otros tres o cuatro minutos, eso si iba veloz, y para entonces se le habría deteriorado hasta el último poro de su piel, grasienta de por sí, y adiós a los efectos de la magia conversora. ¡Vaya dilema! Podía haberlo pensado antes y timar a su prima a otra hora más indecente, como al anochecer, claro que, una vez puesto el sol, todas las brujas se ponían a “trabajar” o a festejar, y eso les imposibilitaba vagar por las calles sin alguna fechoría concreta en el calendario. A mediodía ni los guardas vigilaban, y por eso era tan fácil deambular sin control. ¡Bueno, a la de ya una solución, por todos los demonios!

Si hubiera estado más atenta en las clases de desintegración de materia orgánica ahora sabría cómo narices hacer desaparecer su cuerpo y reagrupar las partículas un kilómetro más adelante, enfrente de la casa de Betún, pero desgraciadamente no tenía ni la más remota memoria para esas cosas tan complicadas. Por eso tenía que abandonar la brujería, si es que se le daban muchísimo mejor la música, la danza, las artes marciales… todo eso que veía en los programas prohibidos cuando pillaba una onda pirata.

El tiempo seguía pasando y Rosalinda nada, paralizada por el calor abrasante. En eso que recordó una frase que pronunciaba siempre Juanorra, su madre, cuando quería invocar a los ángeles malignos para que la transportaran en busca de Garci, su padre y feroz amante de Juanorra. La frase decía algo así como “a mí los ángeles descabezados y enrarecidos, seres despreciables y humillados por imperfecciones imperdonables, llevadme poseída y combinad vuestras fuerzas del bien y del mal para mis fines, ¡yo os conjuro!”. La vehemencia con que Rosamunda invocó las palabras de su madre, a quien tantas veces había visto pronunciarlas con rabia y rencores aprendidos, pusieron a los descabezados en guardia y en un santiamén tenía a dos transportadores a su disposición de forma gratuita.

-Chiquilla, ¿pero no sabes que no puedes invocarnos? ¡Eres menor de edad! Además, ¿cómo nos has encontrado? ¡Somos clandestinos ángeles inversos, no tenemos una llamada oficial ni estamos en los listados de información general, lo que quiere decir que no existimos a tus efectos! ¡Dinos ahora mismo quién es tu mentora o te acuchillamos y convertimos en pedazos de bruja!

-¡No, no, no! Mi mentora y madre es Juanorra, la amante más celebre de Terminator, la feísima y de colosales dimensiones…

-Para, para, bien que conocemos los trabajitos de Juanorra, ¿eh, compañero?

A uno de los angelotes descabezados se le puso sonrisa de baba y se pegó unos lametones pensando en los buenos ratos que la feota de Juanorra les había hecho pasar en más de una ocasión. ¡Qué cuerpo más deforme y más ladino tenía la jodida! ¡Y cómo lo movía y se pavoneaba antes de devolverles un favor!

-Ah bueno, si es así…- continuó el segundo guarda invertido. -Pero, ¿y cómo nos piensas pagar nuestros servicios? Cada kilómetro de Infierno lo cobramos a tres lengüetazos, y si vas a la Tierra entonces te cuesta pasar un mes o dos con éste y conmigo a solas, ni más ni menos- pegote al canto, pero si colaba…

-Yo sólo quiero ir un kilómetro más allá, sin que me moje ni me derrita en nada con estos calores, y tiene que ser tan rápido como la velocidad a la que viaja la luz.

-Pues a esa velocidad se incrementa el precio, bello excremento…

-¿Qué os parece si os dejara mirar estos preciosos pechos que he heredado de un padre celestial?

Ambos angelotes malignos se inclinaron excitados al escote de Rosalinda, y lo que vieron a través de la túnica les dejó pasmados y tiesos como dos estacas.

-¡Ahhh! ¿Eso es tuyo, inmunda y feísima bruja? ¡Eres tan invertida como nosotros, un engendro, un híbrido maldito! Si nos dejas tocar esas esponjosas y montañosas ricuras, tienes el pasaje gratis…

‘Anda qué desastre, ¿así que no han notado ni un ápice de transformación? Bueno, calma y a esperar al espejo encantado’, pensó Rosalinda para sus adentros.

-Está bien. Podréis acariciarme un pecho cada uno con una sola mano, pero una vez que hayamos llegado a destino.

-No hay trato. Si eres tan perversa como tu mentora no nos dejarás ni rozarlas una vez cumplido el servicio. ¡O tocamos la mercancía antes del vuelo o te quedas en esta esquina derritiéndote, encanto!

-Bueno, pues entonces ni vosotros ni yo, así se llega a los consensos, ¿n’est-ce pas?- pronunció Rosalinda, con su francés aprendido en la tele pirata.

-Venga, al grano. ¿Qué propones?

-Pues uno me acaricia ahora y otro al final del viaje.

-Si aceptamos nos dejas tocar las dos domingas a cada uno.

-¡Oh qué vulgares sóis! ¡Otra expresión así y me quejaré a mi padre para que os azoten en los Cielos!

-Menos lobos, corazón, que tú tienes un secreto que esconder como que me llamo Pasqualis “cabeza rota”. No me trago tus mentiras, así que ¡trae para acá esas pelotas de silicona o nos esfumamos, gatita! ¡Enséñaselas a papaíto!

-¡No me extraña que seáis unos apestados en los Cielos, no me extraña nada de nada! ¡Sois una pareja de pervertidos guardias del deshonor! ¡Cuando yo sea hada ya veréis la tunda de palos que os va a caer…!- se le escapó a la enfurecida Rosalinda.

-¿Tú, gatita? ¿Otra brujita que tiene sueños de grandeza? ¡Vaya con los Infiernos, si que os van mal las cosas que todos queréis escapar del fuego eterno!

-Bueno, era un broma- tuvo que decir Rosalinda, mostrando su lado más amable para no quedar al descubierto ante dos bastardos que serían dignos del mismísimo Satanás que en su fuego se funda. Echó un vistazo a su reloj y contempló con espanto que había transcurrido media hora más. La prima Betún debía estar ya dándose cuenta de la broma y poniéndose roja de ira. –Así que, bueno, ¿quién es el primero, eres tú, Pasqualis “cabeza rota”?

-¡Allá voy, princesa de los bajos fondos!

-¡Aquí no, requeteidiota! ¿Qué quieres, que nos ganemos una multa por pecaditos antes del anochecer? Está muy mal visto que las brujas aprovechemos para hacer negocio extra en las horas de descanso, es una de las pocas reglas de competencia que respetamos.

-¡Fíjate las putitas del cono sur, cómo se lo montan, con normativa gremial y todo!

-¡Tenemos que defender nuestras costumbres para que no decaiga la depravación, que siempre ha sido cosa de la noche! Antes no había porqué marcar territorio, pero ahora con la aparición de las comunes mortales que se nos cuelan en los Infiernos, no hay forma de distinguir una buena bruja de una vulgar esclava, a no ser por las normas que nosotras respetamos y ellas no. Venga, vamos dentro de ese portal que no hay tiempo que perder.

Pasqualis babeaba que era un primor cuando le agarró la primera torta de pan.

-¡Oh! ¡Es mejor que desayunar chocolate y bombones! ¡Son de algodón, de nácar, de yogur cremoso, de crema pastelera para amasar…!

Pasqualis había metido su narizota entre ambos senos encendidos de Rosalinda, que ya empezaba a notar un cosquilleo por todo su cuerpo con las finísimas manos de Pasqualis dándole vueltas y vueltas y la baba cayéndole por el canalillo.

-¡Basta ya!- le interrumpió. -Has cumplido tu deseo, así que andando que tenemos prisa.

-¡Pero si acabo de empezar a saborearte, kilimanjaro mia!

-¡Nada, que se acabó, que éste era el trato! Ahora me tenéis que llevar a mi destino o no servirá de nada el esfuerzo, pues cuento con poco tiempo. Luego será el turno de tu amigo y se acabó.

-Mi amigo, mi amigo… Mi amigo es mudo y sordo, así que le pagaré unos dineros y me cederá los privilegios de volver a ser yo quien te manosee al llegar a puerto, belleza interior…

-O nos vamos ya o no tendré nada que hacer- siguió Rosalinda nerviosísima.

-¡Ya va, ya va! Visualiza tu punto de destino cerrando bien los ojos y danos una mano a cada uno. Aprieta fuerte que ya casi tengo tu imagen… ahora, sí, hinca bien tus uñas de bruja en nuestras manos, haznos sangre que de lo contrario no hay transmisión de datos, aprieta, venga, más fuerza, ¿pero qué pasa? ¿No haces deporte o qué? Ya lo veo, lo veo, ¿lo ves tú, mudito? Mudito ya tiembla de dolor, un poco más y estás allí preciosa maldad, ¡come on baby!

La bruja notó cómo se le erizaban todos los cabellos y los pies se le llenaban de calambres saltarines, y de golpe y porrazo estaba en la mismísima puerta de la casa de Betún. ¡Qué barbaridad, había funcionado!

-¡Bien, bien, bien! ¡Hurra que ya estamos aquí! Gracias, chicos, ya podéis largaros con viento fresco, ¡si os ve mi tío con la mala sangre que se echa igual os pega un chupito en vuestra piel de angelotes gordos e invertidos, ja, ja, ja!

-¡Eh, ése no era el trato! ¡Aún falta un tocamiento!

-¡Jah, a buenas horas, con lo tarde que se me ha hecho, no puedo daros nada más, venga, arreando a otra parte con vuestras gaitas!

-Eres una traidora y ya nos llamarás otra vez y verás…

-Si os quedáis ahí, mi tío os dará una manta de palos que saldréis con los culitos angelicales más escocidos que yo qué sé, ¡venga, a otra cosa, mariposos!

-¡Cerda asquerosa, ya nos las pagarás!- y se fueron entre ñoños refunfuños, poniendo en marcha sus alas de baja calidad y sintiéndose estafados. ¡Siempre que hacían tratos con las brujas acababan ganándoles la partida sin saber cómo!

Rosalinda se apresuró a entrar sin que la vieran y espantando a los angelotes que tanto ruido hacían. Pero no había peligro, en la familia de Betún dormían todos como benditos, menos ella que había salido a todo correr, a juzgar por los descuidos que se podían observar. En primer lugar, no había cerrado la puerta delantera de la casa, siquiera con un portazo, con lo que Rosalinda abrevió la entrada sin tener que saltar ni inventarse ninguna jugarreta más. Pasó sigilosa por las habitaciones de los chicos, tapándose la nariz para evitar el olor a pies que rondaba por todas partes. El tufo era tan intenso que le dio por vomitar, pero se tapó la boca a tiempo y apenas echó un escupitajo imperceptible en medio del pasillo. Con tanto desaguisado ni siquiera lo percibirían al despertar.

Una vez en la puerta de la habitación de Betún, comprobó con asombro que tampoco había cerrado ésta. ¡Era increíble en ella un descuido así! Aprovechó tanta buena suerte y entreabrió con sigilo. La chambre, o mejor cochambre, de Betún era digna de una diablo infinita. Hedía, bueno más que hedor era un soporífero ambiente de pócimas y ungüentos malignos, mezclado con plantas podridas de marihuana, pollos en estado de descomposición y un feto abortado de mono decapitado. Todo desparramado entre saltamontes y culebrillas deslizantes siseando. Hasta ahí nada raro en el putrefacto habitat de la egipcia, como llamaban a su prima. Pero, ¡oh cielos! Rosalinda no podía dar crédito, ¡se vislumbraba una ranura en el armario de los secretos de Betún! ¿Había podido ser tal su desconcierto que se dejara su precioso, adorado y archisecreto armario mal cerrado? Miles de veces habían estado allí juntas, compartiendo alguna mala confidencia o algún truco sin importancia, jugando con las polillas o preparando cualquier trastada, y jamás de los jamases Betún había permitido a Rosalinda siquiera atisbar de lejos lo que escondía aquel armario. Allí guardaba las cajas que su madre le había confiado antes de perder la salud, que supuestamente contenían poderes divinos de faraones egipcios, y joyas de la Corte mítica, y no sabía cuántos más inventos de los que Betún siempre presumía… A juzgar por un descuido de estas dimensiones, muy mal le debían ir las cosas a Betún en asuntos de belleza para desatender sus secretos de ese modo y salir disparada. Es verdad que la habían abandonado tres novios en tres semanas, que su rostro egipcio ya no era el de siempre y que la descomposición que atacaba a todas las brujas, por mucho híbrido que fueran, la empezaba a asustar, pero esto de salir de ese modo a por mejunjes y cosméticos confirmaba todas las sospechas que corrían por el barrio sobre el declive de las carnes de su prima, que por muy egipcia y por muchos secretos de armario, se ajaba precozmente como todas las demás brujas. Decían las lenguas más viperinas que le habían salido unos surcos como espadas alrededor de los bellos ojos de gato que se gastaba, que los pómulos le caían lentamente, y que los carnosos labios de antaño eran ya papel de fumar amarillento y cada vez más reducidos. Las viejas brujas acababan en una lucha sin sentido contra la espantosa reducción de sus facciones más prominentes. Si habían tenido alguna belleza en su pasado, por mínima que fuera, era lo primero que les desaparecía pasados los veinte años. Por eso Rosalinda tenía que darse prisa, había cumplido los diecisiete y no tenía tiempo que perder si quería conservar los bellos senos y, más aún, transformar su horrorosa imagen de pato desgastado en cisne grácil como el del cuento. La fea Rosamunda no se quedaría de brazos cruzados como hacían todas las demás, ¡no señor!, ella era diferente, para eso tenía un padre hermoso y bien plantado, ¡y divino! Tenía a quien parecerse, y se acabaría pareciendo a él de todas todas.

¡Qué suerte pues encontrarse con todas las puertas sin cerrar! Ahora, que pensándolo mejor, ¿no era demasiada suerte quizá? En cualquier caso y de uno u otro modo, tenía que aprovechar las que le vinieran dadas de cara, porque la racha no duraría eternamente, bien lo sabía. ¡Qué pena, para una vez que se encontraba a solas y frente a frente con ese armario embrujado, y no podía dedicarse siquiera unos segundos a fisgonear y bucear en su interior! Sus ocupaciones tenían que ser otras, y puso manos a la obra para desenvolver el espejo ovalado que tan bien custodiado tenía Betún, disimulado entre ropa sucia y zapatos viejos. Muchas veces le había permitido a Rosalinda el privilegio de mirarse en su bonito espejo con bordes de madera noble. Así luego se reía de ella cuando se enfrentaba a su cruel fealdad, y no como Betún, con aquellos ojos rasgados y cristalinos. ¡Ah, pero ahora que había cumplido la fatídica edad de los veinte, le llegaba la decadencia! Justo cuando Rosalinda había decidido ir a por todas y conseguir una ansiada belleza exterior, ¡y no efímera sino eterna! ¡Por fin podría mirarse sin tener deseos de estampar un vidrio que rompiera su imagen en pedazos! ¡Ah, si eso llegara a ser cierto un día, un día próximo…!

Encontró el objeto deseado y lo desempolvó minuciosamente usando para ello la túnica que llevaba puesta, única prenda medianamente limpia que le pudo servir. Y entonces, cuando lo tuvo frente a frente, cerró muy fuerte los ojos para recordar las palabras mágicas de la fórmula magistral y secreta, y sin olvidar ninguna las recitó de corrido: “sí que lo soy, no que no voy, mira si vengo cuenta si valgo, yo que lo monto, tú que lo vales, la madre del borrico que no viene a azuzarles (otra vez, se dijo) …sí que lo soy, no que no voy … “. Así tuvo que estar recitando con los ojos cerrados y las manos apretadas hasta que su voz fue recuperando la convicción, y tras unas cien repeticiones, que por raro que parezca no hicieron más que envalentonarla, comenzó a notar los temblores y escalofríos que describía perfectamente la receta aprendida. Tuvo tanto frío de golpe que no pudo ni moverse ni seguir hablando; después sintió cuchillos que la atravesaban y pensó que estaría sangrando por toda la piel, pero aguantó todavía con los ojos prietos y el espejo muy fuerte entre las manos. Tal y como había aprendido que tenía que hacer. Escuchó voces del más allá que sólo los brujos experimentados pueden conocer, y aún así no se sintió asustada. Al contrario, cada vez se notaba más fuerte y sujetaba el marco del espejo con mayor decisión. Le caían lágrimas de desconsuelo, no sabía porqué, y notó que lloraba con todo su cuerpo, transpirando desde el cabello hasta las uñas de los pies, pero siguió todo ese tiempo sin tener miedo y sin despegar ni una pestaña. Al tiempo que sentía desazón, una extraña valentía se apoderaba de ella y la sujetaba a sus pretensiones más que a su propia vida de bruja. Le daba igual perecer, extinguirse, volatilizarse, vagar perdida en una punición sin medida por su traición. Ya no le importaban pequeñeces como ésas y toda ella era pura determinación.

Y entonces, después de presiones, ajetreos, voces, convulsiones, transpiración, dolores musculares, visiones y calenturas, de pronto se hizo la calma. Era absolutamente feliz y ultraligera. Sus ojos se abrieron solos, sin que nadie les enviara ninguna orden de parte alguna, y vieron con una luz nueva, como si todo brillara y se hubiera tornado soleado en medio de aquella penumbra de casa de bruja.

Se observó en el espejo ovalado y su figura no la sorprendió en absoluto. Tenía una hermosa cintura de avispa y sus ojos eran azules como el agua de mar. La aguileña nariz de antaño se había transformado en una bonita y respingona naricilla de muñeca de tocador. Y sus piernas eran torneadas y brillantes; no tenían ni un solo moratón ni venas abiertas, y eran largas, estilizadas… El busto no era tan perfecto como antes, pero incluso había entrado en sintonía con el resto de su moldeado cuerpo de un modo tan natural que no desentonaba en absoluto. Y el cabello ya no estaba grasiento ni tenía ese color parduzco tan desagradable, sino que era rojizo y ondulado, como siempre lo soñó. Estaba en medio del caos, allí sola, contemplándose, y nada de lo que veía le parecía extraño. Era como si, junto con los cambios hormonales y de aspecto externo, también hubiera mutado su propia capacidad de asombro y visión del cosmos. Las cosas estaban en su sitio y en su justa medida, en el preciso momento en que debían de estarlo. Sí, también se había dotado de una infinita serenidad.

Cuando se disponía a salir de aquella habitación, pues nada más tenía que hacer allí, se encontró de narices con una rabiosa y más que ardiente prima que le gritó que qué hacía en su cuarto, al tiempo que la zarandeaba violentamente. Rosalinda se dio cuenta al instante de que su prima ni siquiera la había reconocido, así que no se inmutó en absoluto, y esperó a que Betún la soltara para abrir la puerta y salir de aquella ratonera. Su prima no pudo hacer nada, puesto que al verle el rostro y darse cuenta de que era un hada, error natural al juzgarla por su apariencia, cambió las tornas y decidió pactar con ella para obtener sus favores.

-Está bien, nada diré ni haré para que mi padre te aprese. Bien sabes lo que te espera en manos de los demonios si te pillan curioseando en los Infiernos. Pero yo no soy tan maligna, y voy a negociar contigo algo que nos sea práctico a ambas, ¿ok?- le susurró aparentando familiaridad y confianza.

La otra estaba ausente, miraba al infinito y se había ido de allí mentalmente hacía un buen rato, a pesar de que físicamente siguiera en la habitación cochambrosa de Betún. Las hadas tenían esa virtud, nada ni nadie las podía apresar ni hacerlas cautivas, tenían un don para evadirse de cualquier situación y circunstancia.

-Mira, verás- siguió Betún. -Yo tenía un padre de lo más guapo, egipcio y mortal. Así que el marido de mi madre, ser infernal e inmundo, lo mató a él y a ella no porque no pudo, cuando se dio cuenta de que se la habían pegado. ¿Qué cómo se dio cuenta? Pues muy fácil, ¿de dónde iba yo a sacar estos magníficos ojos verdes de felino sino fuera porque tuve un padre de lo más resalado?

Así que ahora me encuentro con que estoy perdiendo a pasos agigantados la poca belleza que mi padre me legó, y no sé qué hacer. Las otras brujas ya comienzan a burlarse. Y mis hermanos, que me tenían como motivo de orgullo, pues ya no me llevan ni de baile ni a las fiestas. Tres novios me han dejado desde que, hace tres semanas, cumplí los veinte, haciéndose cargo del fatal destino que se me avecina. ¿Y ahora qué me queda?, dime. ¿Acaso casarme con un soporífero viejo chocho? Claro, porque los pibitos de nuestra edad se buscan pibitas de menos de veinte que no estén ajadas todavía, y luego cuando crecen las sueltan y se buscan otra, tan ricamente. Ellos no tienen de qué preocuparse, el alcohol los inmuniza contra los sinsabores de la madurez y envejecen inconscientes de su inmortal senectud. Y a nosotras nos toca llenarnos de hijos, nietos, bisnietos, y así hasta el infinito; una relajada vida inmortal llena de fracasos y miserias que se repetirán una y otra vez. ¡Y no quiero vivirlo! ¡He pasado ya demasiadas veces por lo mismo, la historia se vuelve a repetir y vuelvo a ser joven y sensual, y vuelvo a observar mi propia decadencia, y en cada secuencia que lo vivo me vuelvo a rebelar fracasando estrepitosamente! ¡Pero esta vez estás tú aquí, y por fin será diferente! ¡Dime que lo será!- le inquirió llorosa Betún a su prima, sin saber quién era.

Como la angelical fisonomía que tenía frente a ella no la escuchaba, siquiera la observaba, Betún volvió a cogerla por los hombros y la obligó a mirarla a la cara, aunque pudiera espantarla su incipiente fealdad.

-¡Maldita, mírame aunque sólo sea unos minutos! ¡Desciende de tu infinita superioridad y dígnate a escucharme!- le volvió a decir. -Me niego a seguir así una y otra vez, ¿me oyes? Decrépita otra vez, destruida de nuevo, y después recuperándome para volver a ser niña y continuar observando, por los tiempos de los tiempos, cómo mi padre presunto asesina a mi padre verdadero, y cómo mi madre queda desquiciada e inválida por siempre jamás, y cómo yo vuelvo a vivir entre hermanos, podredumbre, un padre borracho, y cómo todos abusan de mí en todos los términos y acepciones del concepto de abuso, y otra vez cumpliré los veinte, me llenaré de llagas y me repudiarán quienes de mí se enorgullecían… una historia que vuelve y vuelve, así es la vida de las brujas de baja estofa. Lo peor no es vivir horrendamente, las pestilencias, los vicios, la sangre, la suciedad que nos arrastra. Todo eso hasta nos llega a gustar. Lo más horripilante es que tienes que vivirlo todo una y otra vez por los siglos de los siglos. ¿Lo comprendes? Sí, tú lo tienes que comprender porque también eres inmortal. Pero al menos vosotros en los Cielos no os arruináis una y otra vez, no os estropeáis ni sabéis lo que es la fealdad o la vejez prematura. Siempre estáis sanos, rebosantes, felices y jóvenes. Tenéis esa mirada lánguida de la vida fácil, ¿pero qué importa, demonios? ¡Al menos no tenéis que luchar contra la decrepitud y los sinsabores una y otra vez!

Rosalinda no podía contestar nada. Ya no estaba ida, estaba escuchando atentamente a su prima aunque tuviera la mirada perdida. Nunca la había visto tan enojada, tan asustada, tan harta. Pero ella no sabía qué contestar. No era ningún hada todavía, así que pocas respuestas y pocos pactos le daría a la desesperación de Betún. Claro que tampoco podía revelarle quién era, o la destruiría allí mismo. Su prima prosiguió, mientras tanto.

-Así que me he decidido. ¿Sabes lo que yo quiero? Me ha costado mucho llegar a esta conclusión que parecerá tan absurda a tus ojos, y a los míos hasta hace poco. Quiero ser mortal. ¡Sí, eso es lo que quiero! No tengo otro deseo ya. Me he hartado de pedir belleza, de tener lujuria, de los vicios y de ser insaciable. No quiero vivir más años con piel tersa y seguir yendo a las fiestas triunfante por más tiempo. Lo único que de verdad ansío, es vivir una vida que tenga un principio y un final. Incierto o cierto, me da igual si debo saber o no cuándo moriré. Creo que los mortales de verdad lo desconocen hasta que les llega el final de sus días, porque parece ser que podrían volverse locos si supieran la verdad de su destino. ¡Si supieran que sólo les queda la esclavitud del fuego eterno o la nada, vaya panorama, no podrían soportar tanto sin sentido! Y sin embargo, yo eso es lo que quiero, poder vivir envejeciendo tranquila, y sin la desazón que produce cada situación cuando sabes en tu fuero interno que la volverás a vivir otra y otra vez, en progresión infinita. Las situaciones bellas, pocas en la vida de una bruja de mi condición, no las valoras suficientemente, puesto que estás en la convicción de que se te repetirán incesantemente en un tiempo circular. Las experiencias más horrendas y de mayor sufrimiento te sumen en un dolor constante y que te aprieta por dentro, a sabiendas de que cuando el tiempo comience a curar ese dolor, el mismo dolor volverá a ti en una versión actualizada e idéntica a la par. Así que acabas por ni sufrir ni gozar. La supuesta lujuria permanente en que vivimos es una patraña, una jugarreta de nuestro Jefe supremo.

Así que yo no quiero seguir este camino. No puedo suicidarme, porque vivo una y otra vez ese suicidio que no me mata y me mantiene con los ojos abiertos mientras me clavo el cuchillo y no me desangro.

Rosalinda la miraba ahora con los ojos muy abiertos, y pavorosa de las revelaciones que le estaban llegando. Las brujas no pueden conocer su destino hasta que no cumplen los veinte años. Después les es revelado por un consejo demoníaco y ya no pueden olvidar por los tiempos de nunca jamás, hasta que otra vez vuelvan a revivir lo vivido y dejen de ser conscientes en una siguiente etapa de su vida circular. No daba crédito a las súplicas de Betún y pensaba que le estaba vacilando, hasta que la miró profundamente, y vio tanto sufrimiento que su lado bueno se apiadó de su prima, la cual siempre le había parecido salvaje y perversa. Rosalinda carecía de toda experiencia, y ni ella misma sabía todavía en qué se había convertido, ni si le duraría el hechizo lo suficiente siquiera para salir de allí sana y salva, pero no pudo evitar tratar de ayudarla, como era natural en su nueva condición.

-Y dime, no tengo idea de cómo ayudarte, ¿pero qué podría yo hacer por ti?

Hasta su propia voz le sonó cristalina y elegante, con un acento divino.

-¡Bien, sabía que contaría contigo!- profirió Betún saliendo del ensimismamiento que la había tenido atravesada un buen rato. Se puso tan contenta que Rosalinda comenzó a sospechar si no sería todo una patraña de aquella brujilla.

Lo que quiero de ti es muy sencillo. Tan simple que no creerás que me conforme con tan poca cosa. Verás...

jueves, 10 de junio de 2010

CUATRO: OJOS DE GATO


Consiguió adormecerse al alba, después de mucha vuelta y patadas por debajo de las sábanas. La curiosidad y el malestar la habían mantenido en vela más de la cuenta, pero ella sabía que ninguna pócima hacía efecto de veras en un completo estado de vigilia. Lo sabían hasta los del curso elemental de transfiguraciones y conversiones: ninguna fórmula podía ejercer su poder mientras el afectado permaneciese en estado de plena consciencia, era como engañar a una mente demasiado despierta, y no, había que atontar al cerebro, que dejara de estar en alerta para poder jugar con él y con el cuerpo. Así que lo dicho, después de patadas y saltos de desidia, se tomó dos calmantes que podrían haber dejado ko a un elefante, y acto seguido cayó redonda y todo lo larga que era en el catre.

Así que para cuando abrió el ojo, la temperatura ambiente había subido por encima de los cien grados y la habitación entera chorreaba en sudores y pestilencias. Los diablos tenían que levantarse muy temprano y abrir las placas frigoríficas eléctricas de buena mañana, de modo que sus hábitats se conservaran el resto del largo y ardiente día razonablemente frescos. Pero si te quedabas dormido más allá de las diez estabas perdido, el sol había hecho ya su trabajo y las paredes comenzaban a sudar, al igual que suelos y techos, un agua sucia y maloliente. Era uno de los inconvenientes del reino infernal que si no sabías regular acababa contigo en un santiamén, y eso por mucho que fueras inmortal.

Rosamunda miró con horror a su alrededor y vio cómo los muebles se estaban descomponiendo al abrigo de los rayos solares. ¡Claro, con tanta crema y tanta gaita olvidó cerrar las contraventanas, abrir las compuertas frigoríficas…! ¡Qué desastre, Juanorra se iba a poner como las cabras al volver de sus actividades lúdicas! ¡Ella que dormía hasta que se ponía el sol y no quería ruidos ni inconvenientes, y ahora esto! Tenía que limpiar y arreglar el desaguisado de inmediato. Miró el reloj, quedaban dos horas para que su madre, que habría bebido como la que más y estaría en la cama de algún nocturno playboy como ella, volviera farfullando y pegando golpes al mejor estilo pendenciero. Eso sino se había encontrado con el cursi de su padre, Garcilaso, que la tenía comido el seso. Pero mira, por esta vez le hubiera venido bien, porque con Terminator nunca se quedaba sólo una noche, sino que tenían jaleo para dos o tres semanas. Se ponían las botas, se devoraban las entrañas, y cuando uno de los dos quedaba en estado de coma etílico, el otro le llevaba a urgencias y hasta luego Lucas. Eso era una relación entretenida y lo demás cuentos.

Pero, pensándolo bien, Rosalinda le había pillado a su madre una carta donde su progenitor, después de insultarla como a ella le gustaba, le advertía de un viaje por la Polinesia y otras islas que no recordaba ahora con uno de sus jefes, en busca de enamorados, poetas y bellas especies submarinas. Un viaje de placer, donde sirenas y adelfas les seguirían los pasos de cerca, a buen seguro. Así que nada de Terminator esta vez. Juanorra estaría con cualquier indeseable y no lo aguantaría por mucho tiempo más, tenía que darse prisa en adecentar la casa o, por lo menos, la alcoba de su madre.

Con todo este lío se le estaba olvidando la pócima, su aspecto, el hechizo…¡ahhh! Pero nada de todo ello tendría sentido ni viabilidad si Juanorra la pillaba in fraganti, así que manos a la obra. ¡Primero la obligación y después la devoción!

Con ayuda de unos cuantos escarabajos gigantes que encontró debajo de la cama, y sobornó convenientemente con lametones y carantoñas, ¡puaj, lo que hacía una porque la ayudaran!, en un periquete le quedó la alcoba materna como una patena de reluciente. Las placas frigoríficas a todo gas consiguieron derrotar el medio ambiente enrarecido de hacía un rato, y para cuando dieron las doce aquello era otra cosa. ¡Vaya, para que luego se dijera que ella no tenía disposición! Le bastaba ponerse a trabajar para conseguir resultados, claro que, con una motivación como la mano abierta de Juanorra en su trasero y unos escupitajos verdosos en la cara, como la última vez que le echó bronca, no había quien se resistiera al curro.

Otra cosa. No se había mirado en ningún espejo, pero tenía que estar espantosamente bella o terriblemente doliente, así que mejor esconderse porque su madre no podía verla en plena transformación, o probablemente la confundiera con una sirvienta mortal y le propinara un castigo de no te menees. Los castigos de una bruja que pillara a alguien en su alcoba no tenían medida. Una vez espió a su abuela cómo azotaba sin compasión a un mayordomo que pilló borracho en su cama con una buena moza, y no se le había olvidado. Su madre era más perversa. Lo que más la privaba era atar a los criados, y eso aunque no hubieran hecho nada malo. Después les hacía cosquillas por las plantas de los pies con una pluma de avestruz, pluma que a continuación les metía por la nariz hasta hacerles estornudar, y como colofón soltaba siete u ocho cándidos roedores, cuando no ratas, que les mordían y les hacían chillar hasta quedarse afónicos. Eso la ponía loca, era su máxima diversión después de una buena noche de juerga.

Así que más le valía que no la confundiera con ninguna de sus esclavas, o nunca podría completar su hechizo-maleficio. El espejo; tenía que encontrar un espejo donde contemplarse. Lo que pasa es que casi casi no se atrevía a acercarse a uno. ¿Y si después de tantos escozores y revolcones en la cama no hubiera servido para nada? Total, ella no se notaba a simple vista ninguna transformación. Seguía con unos pelos como de mono, y unas piernas gordas y sonrosadas a simple vista, así que… De todos modos, las instrucciones decían que era imprescindible, antes de extraer conclusiones por una misma, verse reflejada en un espejo de cuerpo entero, a ser posible redondo para dulcificar el efecto. ¡Qué raro todo!

Bueno, pues un espejo así sólo había en casa de su prima Betún. Lo del nombre le venía por el color de la piel, que nada más nacer se descubrió el pastel de las infidelidades de su tía, a costa de quedar la hija como el mismísimo betún después del parto. El padre de Betún descalabró a su mujer de una paliza y se cargó a su amante, porque la infidelidad era algo archisabido entre los diablos, ¡pero con un mortal no! ¡Ni que fuera de raza superior ni pamplinas, eso no tenía pase! Porque un ángel, como el desliz de Juanorra, pues era cosa de respeto. Temor más bien, porque pertenecía a una especie divina, como ellos o más, y eso siempre era un qué. Un mortal, en cambio, despertaba racismo y repudio en la comunidad, sino era para romper mano en los primeros aprendizajes; después estaba fuera de lugar. Así que Betún se quedó sola, con una madre impedida por el descalabro, con siete hermanos y un padre asesino, borrachín y faldero, hasta el punto de que cada dos por tres se estaba propasando con su hija, que no era su hija. En fin, la pobre Betún llevaba una vida de lo más disparatada, entre tantos hombres y todos tan abrutados.

El caso es que a su prima le dejaron un espejo un día de regalo, probablemente algún familiar de su padre mortal que había conseguido traspasar la frontera. Los demonios y las brujas no querían espejos para nada, eran demasiado desagradables de aspecto como para querer ver su imagen por aquí y por allá. Pero Betún tenía un aire de princesa egipcia que valía la pena. La nariz aguileña al mejor estilo brujeril, los ojos rasgados de felino y la boca espumosa, cremosa, mordiente. Era muy sexy, a decir verdad. Ya hubiera querido Rosalinda parecerse en algo a ella. En cambio, la pizca de bondad que le hubiera quedado en el aspecto, por dentro todo era malignidad en Betún. Era una pura diablo. Por eso Rosalinda no podía confiarle ningún secreto ni siquiera a ella. Por mucho que su aspecto a veces la confundiera, una mirada suya la hacía comprender que era un bicho petulante, mentirosa, traidora y envidiosa como la que más. Se reía de la ambivalencia de su pobre prima, que era demasiado buena para combatirla, y demasiado fea para retarla. ¡Pobre patito feo con alma de cisne!, le gritaba constantemente.

Sin embargo, no quedaba más remedio que pedirle el favor. O quizás inventarse alguna argucia que ni la propia Betún pudiera descubrir. ¿Qué podía hacer salir a la negra flor de su casa y dejarle vía libre sin levantar sospechas? A esta hora todos sus hermanos o dormían o estaban por ahí escondidos planeando sus fechorías de la noche siguiente, pero lo que era seguro es que ninguno le prestaría la más mínima atención. ¡Ya está! Betún adoraba los maquillajes y todos los potingues faciales en general, así que le llamaría con una falsa voz invitándola a un vernissage de un centro de belleza nuevo en la otra punta de la ciudad, y no podría resistirse. Lo situaría tan lejos que tardaría por lo menos una hora en ir, darse cuenta de la treta y volver. Pero para entonces Rosalinda ya estaría de vuelta en su casa y no quedaría ni rastro de ella. ¡Vaya! Era toda una jugada, ¡qué pena que ahora que se le agudizaba el ingenio hubiera decidido transformarse en hada buena! Claro que, todos estos trucos, quizás tuvieran una aplicación en el Cielo igualmente. Orientados a hacer el bien, ¡quién sabe!

Así lo hizo. Llamó con la voz de una refinada peluquera que había escuchado tantas veces en la televisión y Betún sucumbió al envite como estaba previsto.

-¿ A qué hora dice Ud. que me presente?

-Si, señorita. En realidad, yo que Ud. vendría con una escoba ultraligera ya mismo, porque las otras clientas están saqueándonos de muestras y existencias que, ¡veremos si nos queda algo cuando finalice la fiesta! Dése prisa o se perderá todos los chollos de la inauguración-.

-¡Oh, oh! ¡Voy aunque sea lo último que haga!

Y así fue como Rosalinda consiguió que Betún saliera despavorida de su casa, sin acordarse ni tan siquiera de cerrar la puerta de su armario de los secretos. Imperdonable en una bruja de su edad.

martes, 1 de junio de 2010

TRES: UN PASEO POR EL INFIERNO



¡Pobre Rosalinda! Si es que todo le salía mal últimamente. Era como si los buenos y los malos se hubieran confabulado contra ella. ¡Sapos y culebras, era imposible dar con la solución de la fórmula! Se había comprado unos mejunjes que le aseguraron en la tienda que eran de mucho fiar. Lo que no había calibrado tanto es si la propia tienda era de pego o no. Claro, porque en estos tiempos no se sabía nunca… las puertas del infierno ya no eran tan estrechas y pasaba más de uno que no se hubiera colado ni por una ranura en la época esplendorosa de las Tinieblas.

Ahora todo eran contactos y buenas amistades. Tenías una influencia y, a qué negarlo, te podían dar un pase vip para varios decenios o para toda una vida, que allí era eterna. ¿Y de los criterios? ¡Jahh, eso ya ni se contaba! Había escasez de personal empleado, y tenían que vérselas con cada uno que no pasaba ni por la formación elemental.

Claro, porque los demonios tenían que valerse de alguien para las tareas más engorrosas. Ellos tenían que hacer fechorías, una tras otra, y confabularse para que el Mal ganara la partida. Y eso requiere un tiempo precioso, de modo que no podían malgastarlo en tareas menores, pero necesarias, como lavarse, construir sus casas, limpiarlas, ordenar a los infantes… ¡vaya, un sufrimiento! Los del Cielo tenían más suerte; a ellos es que la magia les hacía todo el trabajo sucio, pero bueno, qué trabajo, por otra parte, porque eran tan pulcros que ni ensuciaban, ni comían, ni necesitaban nada de nada los ángeles.

En el Infierno, para poder sobrevivir, se habían inventado una argucia que les venía que ni pintada. Nada más enterarse de que algún despreciable mortal la estaba palmando, antes de que vulgarmente pudiera irse al otro mundo, o sea desaparecer o extinguirse, según se mire, pues lo captaban y le convencían para hacerle inmortal. Sucedía del siguiente modo: uno estaba ya entre pinto y valdemoro, que se dice, y entonces, cuando se le empezaba a ir el cerebro y a ver un túnel con la consabida luz supuestamente divina, que más bien parece que es la sensación que da el corte de cables que se produce, pues estaba uno en ésas cuando se le aparecía un ser espantosamente negro y voraz que le contaba que de Cielo nada de nada, que era una patraña todo, y que las opciones eran la de morir definitivamente o la de cobrar la inmortalidad en el reino del fuego (por no llamarle infierno, que así de buenas a primeras sonaba mal y tenía mala prensa). Con un peaje a pagar, unos trabajillos de nada y, a cambio, la inmortalidad en medio de una vida de lujuria y depravación.

Los mortales, que en su mayoría se habían pasado los últimos años tratando de hacer el bien por si las moscas, que no por naturaleza, pues se desgañitaban gritando que no cederían a la tentación de Satanás, y que había un reino de los cielos esperándoles. ‘Sí’, pensaba el diablillo burlón, ‘haberlo, haylo, pero a ver cómo te las arreglas para entrar, chato’. Y es que hadas y ángeles se lo tenían montado a las mil maravillas, como corresponde. Tenían las puertas más cerradas que la fortaleza europea y vivían como pachás. Así que, ¡a buenas horas mangas verdes!

Cuando el pobre individuo se convencía de que le habían vendido pesetas a duro, y que de ganarse el Cielo nada de nada, pues es que se le ponían unos colores rojos encendidos y unos sudores fríos de oler a muerto que para qué. El diablillo entonces sólo tenía que hacerle unas pocas cosquillas en el pecho y retarle a una carrera a ver quien llegaba primero a las puertas del Infierno, y en cuestión de segundos el ser humano se transformaba en eunuco currante y hala, otro embaucado para los dominios del Mal.

Así que, todos estos mortales, inmortalecidos mediante chanchullos y enredos, llegaban al reino de la lujuria frotándose las manos de todo lo que iban a disfrutar, librados ya del yugo creador y de la bondad, sin saber que de placer, ni olerlo, y que trabajarían sin descanso para barrer eternamente las miserias del Mal. Ellos contribuían, por lo tanto, a crear un ambiente enrarecido, descontento y agrio, muy propio del Infierno como se le conoce. Mientras que se adelgazaban y se llenaban de enfermedades, tenían que soportar cómo los demonios se cubrían de joyas y saltaban de fiesta en fiesta en sus narices.

¿Pero a qué venía todo esto? A Rosalinda se le fue la cabeza, ya no sabía ni qué estaba razonando. Ah, sí, era sobre la tienda en que le habían vendido la pócima. Pues eso, que con tantos desgraciados dando vueltas por el Infierno, algunos se trataban de hacer pasar por verdaderos brujos y se habían puesto de impostores con sus tiendas, así que no había forma de distinguir quién era quién en aquel barullo que parecía el Oeste americano.

La pomada era de color verde botella y olía a rallos. ¡Puaf, era horrible, ni en sus peores clases de conjuros le habían enseñado a hacer algo así! Trató de leer las instrucciones, compuestas por aquellos signos que su profesor de interpretación les había enseñado y que, más bien, parecían estar en arameo. Así que creyó descifrar que había que untarse de aquel potingue toda la piel y dejarla secar durante una noche. Mientras se la untaba, tenía que andar pronunciando sílabas mágicas, y comerse dos cabezas de pollo que hubiera degollado ella misma. Esta parte fue la que más le costó, mira que había visto veces a su madre cómo les retorcía el pescuezo antes de meterles en la olla, ¡pero es que no se le acababa la angustia! Así que, bueno, cerró los ojos, se taponó los oídos primero para no sentir los gritos de los animales, y una vez que le chorreó la sangre hubo de tragarse aquellas cabezas como si nada. ¡Buahhh, si eso era ser bruja vaya malos momentos que le esperaban! ¡Pero no, ella sólo lo haría esta vez y luego conseguiría su objetivo, lo sabían hasta los muertos!

La pomada picaba un montón pero también había leído que no se podía rascar. Y también tenía que tener cuidado con sus senos y con las partes pudendas, porque se las había dejado al aire y no podían siquiera rozar el pringoso pegamento de la pócima. Los senos, porque era lo único que tenía hermoso y no valía la pena arriesgar en ello, además mejor no le podían quedar. Y las partes íntimas inferiores no quería desperdiciarlas. Las hadas tenían una libido muy rara, según le habían contado su madre y otras brujas, y se les ponía la piel blanca y tiesa cada vez que tenían un subidón espiritual, pero de carne jugosa y excitada, ni sabían lo que era. Rosalinda ya había probado esos placeres carnales y libidinosos y no podía pasar sin ellos más que sin jugar. Además, que ninguno se daría cuenta allá en el Cielo cuando entrara, ¿pues no eran todos santones y virginales? ¡Qué iban a saber!

Se sintió mal toda la noche. Con picores, escozores, ganas de vomitar, los ojos como platos como si se hubiera metido una raya de cafeína, y un sudor que igual era frío que caliente. Estuvo a punto de ir para la tienda a ver qué le habían endilgado y acuchillar a la falsa hechicera, en su caso. Ella, otra cosa no, pero mala podía ser un rato. ¡Y sino, menuda era su madre, la Juanorra, como timaran a su hija! Pero a su madre no se lo podía contar, se hubiera puesto hecha una burra y le habría requisado la pócima antes de nada. Simplemente, no creía en las transformaciones del género divino-maligno, y en los tiempos de los tiempos, desde que ella era ella, nadie nunca lo había conseguido. Es más, los que lo habían intentado se habían desvanecido. Las malas leyendas contaban que una infidelidad de ese tipo conducía a la evaporación del invertido y, lo que era peor, la infelicidad y malestar de todos los suyos por siempre jamás. Y esto último era lo que Juanorra no podía soportar, ni aún siendo su hija un maldito híbrido por culpa suya y de sus devaneos prohibidos.

Así que nada de madres y a aguantar. La fórmula mágica tenía que estar ya haciendo sus efectos, si las indicaciones no eran erróneas. Pero no se podía uno mirar al espejo hasta que la temperatura afuera alcanzara los ochenta grados, subiendo, y el viento soplara por encima de los cuarenta nudos. Tiempo de una mañana primaveral en el Infierno, por otra parte.