El club de las brujas

El club de las brujas

martes, 9 de noviembre de 2010

DIEZ: SOLDADO ROSALINDA



‘Mírate’, se decía Rosalinda para sí, ‘desde que te has convertido a las alturas es que no das una, ahora has fastidiado hasta la bata de mamá, ahhgggrrr, ¡maldito militar de tres al cuarto!’.

Así que no le quedaba más remedio que ir al riachuelo y lavar los manchurrones, con lo que se demoraba todavía más su salida. Lo mejor hubiera sido esperar a que se apagara un poco la luz del campo, pero nada podía detenerla ya, porque las horas corrían en su contra. Había estado leyendo, en el corto espacio de tiempo que tuvo entre que se sentó en aquel banco y la pasada de la tanqueta de aquel idiota, que antes de medianoche tenía que estar pisando firme fuera del Infierno, lo que se dice de forma literal. En otro caso, todo el esfuerzo habría sido en vano y la princesa sin carroza se convertiría otra vez en Cenicienta, como en el cuento que de muy pequeñas les leían a ella y a la prima Betún. De hecho, ya entonces cuando escuchaba la voz de su tía describiendo las bondades de Cenicienta, ella se sentía tan identificada con la protagonista que siempre le caía una lagrimita, escondiéndose para no ser burlada por la insensible de su prima. ¡Quién le hubiera dicho luego que Betún iba a resultar tan profunda, lo que eran las cosas! Por cierto, que tendría que pensar en ella y sus pedimentos en algún momento, sólo que todavía era pronto, primero tenía que conseguir salir de aquel lugar infernal.

El sol seguía tan tórrido como de costumbre, y si no hubiera sido por el chal con el que se cubría la cabeza, Rosalinda hubiera fenecido de sopor, pero eso, en definitiva, era un tanto a su favor, porque la ribera del río no se llenaría de corrillos de brujas cotillas hasta que bajara el sol; no había un minuto que perder. A medida que se acercaba al agua, pudo observar que, efectivamente, con el sol tan alto como estaba, sólo las esclavas se postraban arrodilladas en las orillas lavando las enaguas coloreadas de las madames del barrio. Nadie más que ellas aguantaba el agua tan helada como estaba a estas horas. Incluso podía distinguir, ¡horror!, a Liliana, la pobre muchachita que atendía a su madre los domingos. Era la misma que había visto azotar en varias ocasiones por pillarla in fraganti probándose los vestidos de Juanorra, y desde entonces cumplía el castigo de lavarle bragas, sostenes y sallones a la vera del río, en la hora que más picara el calor de los días de asueto. Su madre desde luego que no se andaba con chiquitas cuando se trataba de un castigo.

Se escondió de ella por si distinguía la bata de moaré de Jota, toda plateada y cantarina como era de inconfundible, pero no había cuidado, la pobre criatura estaba tan enfangada en sus arduas faenas que no levantaba la vista del agua. ¡Uff! A Rosalinda se le puso el estómago malo de verle las manos amoratadas y de pasa que se le habían quedado a fuerza de frotar toda esa ropa sucia con el agua como cubitos de hielo. Porque el primer barrio por el que pasaba el río bajando los deshielos de los montes altos era Nowhere’s Land; hasta en esto tenían mala suerte, contra lo que se hubiera podido pensar, porque significaba que hasta lo menos las ocho de la tarde el agua no se calentaba lo suficiente como para que los habitantes del barrio se pasearan por allí, al olor de pis de viejo que era como les privaba el ambiente. Todo esto bien lo sabía la brujilla, así que se tenía que dar buena prisa en lavar la bata y salir pitando.

Algunas de las lavanderas se la quedaron mirando extrañadas cuando se desvistió y se puso a frotar las prendas, sin una muesca de dolor por otra parte. Una bruja hubiera aullado de mojarse a esas horas, pero es que además aquella intrigante andaba desnuda y su torso era redondeado y esbelto, y eso sí que las dejaba de una pieza. Así que inmediatamente pensaron que era una esclava más y se le acercaron para confraternizar.

-¡Eh! ¿Tú eres nueva por aquí? ¿Cómo te llamas? ¿Cuándo has llegado? ¿A quién sirves? – se apilaron a su alrededor acosándola a preguntas, algunas incluso amenazantes, por lo que suponía una boca más a chupar en el barrio.

Sin embargo, en cuanto se apartó ligeramente el pañuelo que le cubría el hermoso cabello ondulado, y se le adivinó por debajo la piel de leprosa, pegaron un buen respingo y salieron de allí pegando alaridos. Rosalinda empezó a reír a carcajadas, viendo que dejaban abandonadas hasta las ropas de las señoras, lo que les valdría una buena tunda de palos al llegar a casa con las manos vacías. Pero estaba claro que la aprensión por las enfermedades contagiosas que experimentaban los demonios se la habían inculcado bien a todas estas terrícolas muertas y esclavizadas. Con asombro pudo observar, sin embargo, que la buena de Liliana no se había movido ni un milímetro de su sitio y seguía absorta en sus labores lavativas. Desde luego, o su madre la había conseguido domar a base de palos, o la chica carecía de pudor o aprensión alguna.

-¡Eh, chica! ¿Y tú, no te vas, no te doy miedo?



La sirvienta ni se inmutó, ni siquiera levantó la vista. Rosalinda hizo entonces una prueba más para confirmar lo que ya sospechaba hacía tiempo pero su madre nunca quiso creer, y lanzó una piedrecilla que voló por encima de Liliana y aterrizó en el agua salpicándola, con lo que por primera vez la chica se sobresaltó y comenzó a mirar a su alrededor para entender lo que pasaba, pero no vio a nadie, pues la bruja estaba escondida detrás de una maleza. ¡Voilà, era sorda! Esa era la explicación a tantas preguntas, a tantos azotes que le habían propinado a sus espaldas por no escuchar las alertas ni las reprimendas, y la razón de que siempre que llegaba su madre la pillara haciendo algo indebido. Las demás criadas hacían ídem de ídem, pero nunca las cogían en falso porque al menor ruido de llaves o portazos cambiaban de actitud y volvían a sus tareas laborales.

Rosalinda sintió una inmensa pena por aquella chiquilla indefensa y solitaria. Sin embargo, ahora no podía ayudarla, ya pensaría en algo cuando consiguiera ser una auténtica hada. Mientras tanto, su bata de moaré estaba seca y reluciente otra vez, e incluso aprovechó los abandonos de las demás sirvientas para servirse de algunas ropas más que metió en su hatillo antes de partir, por si todavía le surgía algún otro imprevisto. ¡Con el día que llevaba había que pensar en todos los infortunios posibles!

El siguiente pensamiento era cómo saldría de los confines del reino de Mal. Con Cabeza Rota y Cabeza Cortada ya no podía contar, le habrían delatado enseguida por lo mal que los trató en su despedida a la entrada de la casa de Betún, así que ni por el forro. Por otra parte, el libro de los hechizos contaba una teoría de escapada que a ella la tenía intrigadísima. Si funcionaba sería la pera, pero si no salía bien podía arder en las hogueras de palacio por los siglos, o ser desterrada a las frías montañas, o, peor aún, ser entregada a su familia materna y dejarla a la suerte de los suyos. De todas las condenas ésta era la peor, bien sabía ella de qué hablaba y se le revolvió el cuerpo pensándolo. Bueno, de todos modos había que considerar la opción como la óptima en caso de éxito, y rápida de ejecución. Así que seguiría el plan diseñado en el libro, que de todos modos era el único del que tenía conocimiento. Manos a la obra.

Escarbando entre la tierra fangosa, encontró uno de los orificios que conducían a las salidas del barrio, pero era de lo más angosto. Claro que ahora que era fina y delgada, podía permitírselo, sólo tenía que envolverse bien toda ella en el pañuelo que le cubría la cabeza, y reptar y reptar por las madrigueras de los bichos hasta que encontrara algún simpático centinela que la dejara continuar. Sucedía que los barrios, y especialmente el desprestigiado vecindario de Nowhere’s Land, estaban bien separados y circundados para que no tuvieran acceso a las zonas vip del reino, donde sólo un puñado de elegidos tenía acceso. Las entradas y salidas estaban harto restringidas, por miedo a contagio de enfermedades de las clases bajas, y era el tema tan serio que por cada centinela que cogían negociando una recompensa por el paso libre, cien de ellos eran capados y retirados a la vida apartada del único monasterio trapense del Infierno, otra de sus paradojas, y lo peor que le podía pasar a un convicto para el resto de sus días. Así que nada de achucharlos con regalos, con viandas o manjares, siquiera con un chupetón bien dado, porque se habían hecho inmunes a todas las tretas a fuerza de asistir, y ver con sus propios ojos, los castigos públicos y ejemplarizantes de sus predecesores. Pero ése no era el plan de Rosalinda y su libro de fórmulas mágicas.

Comenzó a reptar por un tortuoso camino, envuelta en el pañuelo de seda fina, ‘demasiado fina’, pensó, y trataba de mover el culo y las caderas tal y como le habían enseñado a hacerlo en los dibujos del libro, pero desde luego no era nada, pero nada, fácil. ¡Y menos para ella que estaba verde en actividades gimnásticas, por mucho cuerpazo que tuviera ahora! El espacio del camino engusanado le venía justo para mover las caderas y avanzar tirando con las puntitas de los pies, pero desde luego era de lo más claustrofóbico, especialmente porque no podía levantar la cabeza más de dos palmos del suelo sin toparse con el techo. Y aún no había pasado lo peor. Llegaron zonas de humedades y notó cómo el pelo de la cabeza se le llenaba de un pringoso liquidillo que olía –y sabía- a rayos. ¿Seguro que este método era el más indicado? ¡Madre mía! El túnel parecía no tener fin, y ahora se arqueaba hacia abajo, ahora se inclinaba hacia la derecha, después hacia la izquierda… Rosalinda llegó a estar hecha una serpiente retorcida y babosa, pero no podía quedarse allí, y aún con unos lagrimones así de grandes, mitad sudor mitad impotencia, tuvo que seguir moviéndose entre la viscosidad del ambiente y ayudada por todas las extremidades de que disponía su agilizado cuerpo. Desde luego que con su antiguo aspecto no hubiera tenido nada que hacer en aquel agujero, vamos que ni siquiera hubiera podido entrar en él con ese culo y esas pantorrillas que la caracterizaban, así se comprendía, por otra parte, que ninguna bruja deforme y anquilosada, como se ponían todas en cuanto rozaban la adolescencia, pudiera escapar por semejantes recovecos. Pero no sólo había ganado en figura, sino que sus huesos y músculos parecían más bien los de una atleta, de otro modo no se explicaba que siguiera moviendo las nalgas a un ritmo tan caliente sin que se le hubieran quedado paralizadas ya del esfuerzo.

Estaba en estos pensamientos cuando, para su fortuna, el camino comenzó milagrosamente a ensancharse. Se pudo poner de cuclillas, dejó de sentirse entre humedades malolientes, y no sólo eso, ¡se veía luz al final del camino! Claro que también se veía un pedazo de guardia con un tricornio de los que llevaban en la tele y una espada más afilada que las uñas de los pies de su madre. ¡Que ya era decir!

Se quedó agazapada un escaso minuto y sacó el libro del bolsillo para volver a repasar la lección. ¡Oh vaya, otra contrariedad, el libro se había mojado tanto que las letras se habían quedado de lo más borrosas y apenas se podían pasar las páginas! No importaba; repasó mentalmente los pasos a seguir que había memorizado antes y se santiguó como primera medida, no porque ya se hubiera convertido a la religión de Celeste, sino porque así lo requería el hechizo. ‘¡Merde!’, se dijo.

Se desató el pañuelo y se quitó la careta igualmente, ahora no le serviría de mucho ir de leprosa.

-¡Alto ahí o me la desenvaino! ¿Quién osa? ¡Contraseña militar o la espada te clavo, rápido!

-Mírame bien o tú enfermarás, mírame bien o tú enfermarás, mírame bien o tú enfermarás…- Rosalinda continuó agujereando el sonido con estas palabras y una voz grave tirando a rasposa. Muy seria muy seria, escrutaba con las pupilas muy redondas y muy grandes al centinela, que se había quedado con la mirada en blanco. No se quería despistar, pero tuvo que ocultar una sonrisa de triunfo al ver lo requetebién y rápido que había funcionado la hipnosis. Ese despiste casi le vale la desgracia, porque el guardia volvió en sí por un momento y desenfundó la espada con un fuerte chasquido estremecedor.

-Mírame mírame mírame, o tú enfermarás, mírame o tú enfermarás…- ¿qué había pasado? ¡De pronto el centinela no respondía y venía hacia ella espada en alto! Gritó todavía con más fuerza y vehemencia, hasta que sus ojos se incendiaron y el guardia cayó desmayado creyendo haber visto su perdición en ellos.

Por poco se desmaya ella también, había estado a punto de dar al traste con todas las enseñanzas mágicas, ¡todo por un despiste de un segundo en que se vanaglorió de su triunfo antes de tiempo!

Le arrebató al guardia todos sus atuendos en un santiamén y lo dejó con los calzones y una sonrisa de atontolinado que debía ser parte del hechizo. Una vez vestida, esta vez de soldado raso, salió a una dimensión del Infierno desconocida para ella, tanto como París o las puertas de Celeste.

Desde luego se podía decir que allí fuera reinaba la confusión, más que en su propio barrio. Estaba comenzando a anochecer, así que según sus cálculos le quedaban unas pocas horas para escapar. El primer paso de la huída había funcionado a las mil maravillas, a pesar de que, tenía que reconocer que mientras reptaba por aquellos tortuosos caminos consiguió desesperarse y le faltó la respiración. Desde luego, esperaba que no todo el camino hasta el reino del Bien fuera tan fatigoso, o llegaría para el arrastre. De repente, la invadió un ligero abatimiento y las dudas la asaltaron. Desde que vio a su padre por un cachito de ventanuco que había entre su alcoba y la de su madre, una vez que vino a visitarla, le pareció tan condenadamente apuesto y guapetón, que se propuso que ella sería igual o más lista que su madre a la hora de buscarse un novio. Claro que, pronto se dio cuenta de que con aquel desdichado físico que se le había concedido, y un híbrido por corazón, cualquier esperanza de triunfo resultaba irrisoria. Su madre era fea como diez demonios pero, si cabe, era aún más pérfida que fea, así que ése era su atractivo para aquel ángel virtuoso. En cambio, ¿qué tenía este patito feo de original? ¿En qué podía residir su exotismo, en un corazón tan frágil como el papel de fumar? ¿O en un cuerpo corrientucho y del montón? Porque ni siquiera en fealdad había resultado extremada. Cuando algún ángel travieso y escapado de sus confines había tratado de aproximarla, atraído quizá por sus ojos de pájaro espín, o su nariz como una trompa de elefante, enseguida había huido desilusionado al tocar los pechos esponjosos y como dos mantecados de que disponía la pequeña Rosamunda. ¡De ésos pechos había a cientos en Celeste! El había esperado tocar algo verdaderamente desagradable, ¡como corresponde a una bruja de verdad! Así que la abandonaban al momento en busca de experiencias verdaderamente mórbidas, ¿de qué valía sino la escapada? Y en cuanto a los demonios, además de ser horrendos por dentro y por fuera, y de darle aprensión en su mayoría, ¡no paraban de sobarle las tetitas como si fueran las únicas que hubieran visto en su vida!

Así que su determinación desde que alcanzó la adolescencia había sido tremendamente firme: de mayor quería ser hada y, además, conquistada por un príncipe, un ángel o un artista del cine. Sería tan condenadamente guapa, que todos se la disputarían. Una cosa así como Scarlett O’Hara cuando decía aquello de: “...nunca volveré a pasar hambre”. Sí, decididamente un novio, así como Clark Gable, no estaría nada mal. No era tan bello como su papá Garcilaso, pero daba el pego perfectamente, y aunque fuera humano y se muriera un día daba lo mismo, ella se encargaría de salvarlo después y esclavizarlo a su servicio, así que serían eternamente felices. Vamos, que lo tenía todo archiprevisto. Sólo le faltaba una cosa, la apariencia exterior. No se figuraba ella a todo un Clark Gable, por poner un ejemplo, con un fetito de criatura del brazo. Así que, cuando tuvo todo el plan diseñado en su cabeza, se lo confesó a su madre. Juanorra nunca había sido de gran ayuda para sus hijos, sino más bien tirando a una madre desconsiderada, despiadada y despegada. Sin embargo, no tenía otra que ésa en quien confiar, así que allá fue. Y nada más espetarle la idea, siquiera un esbozo, le cayó un sopapo tal que le partió tres dientes, la nariz y el labio superior. Tal era la fuerza que imponía un manotazo de la legendaria Jota, su madre. La tuvo a pan y ajo picante hasta que expió sus culpas, encerrada en un cuarto húmedo y sin luz mientras no se arrepintió de todo lo que había dicho y juró nunca, nunca, intentar siquiera cambiarse de bando. Pero a cada día que Rosamunda pasó encerrada y lloricosa, más se ciñó a su espíritu de superación y determinó que día que pasaba, día que restaba para su huída.

Y he aquí y ahora que le venían las dudas y las tribulaciones. Con la vida tan cómoda que podía haber llevado, ahora que le llegaba la época de las iniciaciones en todos los campos, el divertimento máximo de una bruja por estrenar que se llevaba a término de los dieciocho a los veinte. Pero bien, ya le había comentado Betún, que para eso le llevaba casi tres años, que a los veinte llegaba la decadencia, y así pasaba tiempo y tiempo hasta que volvían a partir de cero, inconscientes otra vez. Nada, ¿a qué estas lágrimas? No había que concederse ninguna tregua y ya no había camino de vuelta atrás.

Miró a su alrededor otra vez y descubrió que el reino del Mal tenía un montón de atractivos lugares donde desfogarse un soldado, como el que vestía y calzaba ahora Rosalinda. El rostro cubierto por el tricornio le disimulaba la dulzura de sus pómulos y lo carnoso de sus labios, pero aún así no estaba del todo segura de poder despistar al patio comme il le faut. De buena gana se hubiera metido un lingotazo de champagne para acallar el nerviosismo, pero no había tiempo. Tenía que aparentar conocimiento del terreno, así que trató de repasar mentalmente el mapa que había estudiado antes de entrar por el pasadizo. Se suponía que estaba en el barrio militar que lindaba con las aduanas, y tenía que ir aproximándose lentamente hacia éstas como si hubiera terminado su guardia y se fuera a pegar un trago antes de dormir. No sabía medir cuál era su verdadero riesgo, puesto que el hechizo no le había aclarado por cuánto rato seguiría adormilado el centinela, ni qué imprevistos podían surgir si, por ejemplo, le llamaban del mando central, o algún otro pasajero utilizaba el mismo atajo que ella y descubría el estado del soldado, así que aire y venga con el plan, que seguía quedando mucho qué hacer y poco atardecer por delante. El hatillo se lo había guardado entre la casaca militar y atado al cinturón, así que parecía un barrilete dentro del traje, además de que todo el le venía inmensamente grande, en talla y altura.

Se llegó a la aduana y fue a trabar amistad con los policías de servicio, a ver qué información podía pillar de última hora.



-¿Qué tal? ¿Podríais decirme qué salidas tenéis previstas para esta noche? Me mandan de DEA&CO para un trabajito. ¿Qué me decís?- dijo la invertida soldado con suficiencia, y depositó acto seguido un fajo de billetes encima de la mesa. Mientras la primera parte del plan de huída, que se titulaba “hipnosis”, explicaba con todo lujo de detalles las palabras a formular, y hasta lo ilustraban con un dibujo de las facciones a emular y la fiereza que debía mostrar la mirada del hipnotizador, ahora, por el contrario, la segunda parte se titulaba “soborno en aduanas” pero no daba ni palota de detalles sobre el cómo y el con quién. Así que a Rosalinda se le ocurrió que era el momento de sacar a relucir los billetes que le había robado a De Angelis y hacerlos valer. A buen seguro que aquellos guardias tenían que estar acostumbrados a tratar con contrabandistas, y no cabía duda de que De A tendría un nombre bien prestigioso en aquellos menesteres. Enseguida se dio cuenta de que había hecho bingo y el plan funcionaba a las mil maravillas, a juzgar por la carota de sorpresa y susto que pusieron los dos imbéciles del mostrador al ver aquel fajo de billetes del Angel Redentor. Tanto fue el asombro, que RosaLinda empezó a arrepentirse de haber mostrado una cantidad quizá desmesurada.

-¡Lejos se ve que te quieres marchar si te manda DEA con todo eso encima! Pero bueno, ¿no ves que con que nos mostraras uno bastaba? No es éste sitio de hacer alardes, ¡se nota que eres nuevo!, así que hala, espera ahí y subirás en el primer navío seguro que despegue.

Cuchicheando entre ellos se dijeron ‘no entiendo, éste DEA cada día manda pipiolos más inexpertos para misiones imposibles, teniendo yo primos y hermanos mucho más espabilados para estos servicios de entrenamiento, ¿será verdad que está perdiendo liderazgo?’, ‘pues no me extrañaría’, le respondió el otro por lo bajo igualmente, ‘dicen las malas lenguas que lo pierden las faldas de Nowhere’s land y que le han puesto falta en la última Cumbre archisecreta a que asistía el mismísimo Satanás.’ ‘¡Pero eso es gravísimo, a ver si le decapitan antes de que me suban a mí el sueldo y entonces sí que la hemos fastidiado, con todos los esfuerzos que he hecho yo por salvarle la cara siempre!’. ‘Pues así están las cosas, que pintan bastos, amigo, malos tiempos se avecinan...’.

Rosalinda había aguzado el oído, que lo tenía casi tan fino como su madre, pero nada de todo aquello le importaba un comino, ella sería libre como un pájaro para cuando apresaran al malvado De Angelis, o le decapitaran o lo que fuera. Es más, deseaba que lo hicieran pronto, así no podría seguir interfiriendo en las relaciones entre su madre y su padre. Lo cierto es que, no se había parado mucho a pensar con tanto ajetreo, pero ¿cómo rayos podía su madre hacerle alegrías a aquel bastardo después de haber conocido a Garcilaso? ¡Era inexplicable, ella en su lugar... a buenas horas! Pero su madre era todo un caso, era una enferma, tenía ni se sabe la de vicios y, desde luego, ningún sentido del buen gusto, excepto en lo que a su bello papá se refería, ¡eso sin duda!

Salió al exterior y dio un rodeo para comprobar las posibilidades de vuelo que había. Lo que no entendía muy bien es que los piratas aquellos habían hablado de un “navío”. ¿Pero no se había imaginado ella siempre saliendo del Infierno en una aeronave teledirigida hacia arriba? No quiso preguntar para no alarmar a los aduaneros más de la cuenta. Ya se habían dado cuenta de que era un inexperto bocas, pero no hacía falta seguir metiendo la pata. ¿Y por qué no se habrían quedado el dinero? ¡En todas las películas la palabra “soborno” significa que exhibes discretamente una suma sustancial, y el “sobornado” mira a la derecha, después a la izquierda, y sigilosamente la guarda en la manga o en el bolsillo, lo que esté menos a la vista! Sin embargo, aquellos dos parecían saber muy bien de qué iba el cotarro, y no habían querido ni una parte siquiera del pastel. Bueno, como todo era nuevo para ella tenía que aceptarlo así, aparentando normalidad.

Tenía un hambre atroz, pero a ver cómo compraba ella ahora uno de esos humeantes bocatas de arroz y rana que estaban cocinando tan ricamente en el mostrador de las salidas. Claramente no podía enseñar los billetes de contrabando a una simple cocinera, y con las prisas y el cambio de ropa había olvidado hasta las monedillas. ¿Y robando uno? Tampoco podía arriesgarse a que la apresaran por tan poca cosa, así que tragó saliva y aguantó el tirón. ¡Pues no decían que las hadas no tenían hambre ni necesidad de comer! Debían ser los últimos efectos de la brujería en su cuerpo intermedio todavía...

-¡Eh soldado, ven aquí!- le gritó el policía. ¿Ves aquel navío que está arribando? Pues ése es el tuyo, ése te llevará.

-¿Y cómo sé dónde va?

-Pero bueno, ¿de qué oficina de instrucción sales tú?- le cuchicheo al oido-. Por la mitad de todo ese dinero el capitán te llevará a ti solo a donde TÚ le digas, ¿estás seguro que no quieres que te acompañe tu mamá, nenaza?

Se escucharon las risas de sus otros compañeros. ¡Uff, si no se iba rápido de allí la cosa se le iba a complicar mucho! Volvió a poner voz de suficiencia.

-¡Ya está bien, ya es suficiente he dicho! ¿Es que acaso no te has dado cuenta, idiota, de que mientras me hablabas había un energúmeno avizor y que no nos despegaba la oreja para saber de qué iba este cotarro, eh? ¡Estaba disimulando para despistarle, cabeza hueca!

-Eh, yo no he visto a nadie, umm...-, se rascó el cogote como los muñecos de los dibujos animados. Menos mal que estos aduaneros no tenían dos dedos de frente, había que contar al menos con esta ventaja para que no la pillaran en falso. ¡Fff, menos mal!

Sin volverles a mirar a la cara, a fin de no dar pie a más comentarios, enfiló hacia la nave sin más demora. Caminó por la pasarela con aire decidido, pura apariencia nomás, y preguntó por el capitán al primer tripulante que se encontró vestido de blanco. Le indicaron que estaba llegando a proa y, en un atisbo de confianza, se dirigió a la derecha: “No, soldado, hacia el otro lado”. ‘¡Vaya’, seguían diciéndose los policías de aduanas desde la frontera mientras le seguían los pasos, ‘un traficante que no sabe ni dónde está la proa, apañados vamos con la nueva generación de nenitas de DEA&CO, es la perdición del cuerpo!’. Y sin poder darle más vueltas al asunto, se volvieron a enfangar en sus asuntos, que no eran más que una larga cola de desarrapados llegados de todas partes y que llamaban a las puertas del Infierno buscando un visado de entrada que les alejara de la muerte, sumado a los turistas nikkeis que eran la última moda. Se ve que, hartos de ver París, la torre de Pisa, la luna y Marte como novedades, habían descubierto que por un puñado de valiosos yenes apostados en la bolsa se podía ganar un viaje de “non retour” al reino de la perversión y la especulación voraz, y aquí estaban, hastiados de su vida terrenal y dispuestos a pecar sin descanso. Todos desconocían, sin embargo, cuál era el verdadero destino que les esperaba.

-Buenos días, mi capitán- afirmó con resolución el soldado Rosalinda, sin quitarse el sombrero y con una casaca que le venía pisando los talones. ‘Qué especimenes tan raros manda mi viejo amigo De A últimamente, ¿será verdad que el sexo le está afectando la salud mental?’, pensó en seguida el capitán.

-Mi misión me debe conducir a la Tierra. Más concretamente a la capital de Francia, París.- prosiguió, como si supiera de lo que estaba hablando y hubiera estado allí mil y una veces.

-La mitad ahora y la mitad a la llegada.

-¿Eh?

-Que me des cincuenta mil ahora y cincuenta mil al llegar, soldadito. ¿O prefieres pagar en especie?

-Claro, claro.- Rosalinda empezó a sudar. ¡Cincuenta mil era una burrada, no sabía si llevaría tanto! Empezó a contar los billetes con los dedos en el bolsillo de la casaca, sin querer sacarlos para que el capitán no supiera de cuánto disponía. Mil, dos mil, tres mil ... veinticinco mil...

-¿Qué, estamos o no?

-Treinta y cinco treinta y seis ... cincuenta! Tome, aquí está.- ‘aún queda un buen fajo’, se dijo para sus adentros.

-Bueno, pues trazo el rumbo y salimos. Puedes ir a la cocina y prepararte tú mismo alguna cosa. En los viajes de la “compañía” vamos siempre con tripulación reducida, por razones de seguridad.

-Claro, claro- otra vez ese tono de suficiencia.

-Así que help yourself, zarpamos en media hora.

‘¿Qué habría querido decir con aquello?’ Se lamentaba ahora de haberse saltado casi todas las clases de inglés, pero ya era tarde, de todos modos en París hablarían parisino, así que de poco le iba a servir su inglés patatero allí. A lo que íbamos:

-¿Por dónde dijo que se iba a la cocina?

-Baja por esa escalera del fondo, las cocinas están al lado de las calderas, hijo. Tienes allí todas las viandas que ha dejado la tripulación anterior, y como te decía antes help yourself que la tripulación escasea.

‘¡Otra vez con aquella frasecita anglosajona! ¿Y cómo fuera alguna clave, algún acertijo para probarle? ¡Pues ya la habíamos vuelto a fastidiar!’. Sólo se le ocurrió decir “yes Sir”. Y debió gustarle al capitán porque respondió “así me gusta muchacho, y con el debido respeto me voy a poner en marcha”.

Había superado el primer trago, y el segundo y el tercero. ¡En unos pocos minutos estarían rumbo a la Tierra! ¡Era increíble, qué destreza se había gastado, si es que ella valía para espía, siempre lo había dicho! Había tenido dos o tres accesos de pánico, a qué no admitirlo, pero bien salvados al final. Ahora a las cocinas, fuera lo que fuera que había dicho aquel señor, lo que sí había entendido era lo de que había cosas para jalar allí abajo, y mejor comer ahora, que luego con todo el movimiento del artefacto aquel igual le daba el yuyu. Pensándolo un momento, ella no había navegado por agua más que en la corriente de la bañera de su casa con una barquita hinchable, cuando era pequeña, y le cogió un miedo atroz porque su madre la hundía y simulaba ahogarla mientras se desternillaba de risa.

Se desplazó por los pasillos y llegó hasta las cocinas, y se encontró con más de lo que podía desear: pasteles de nata y chocolate, barquillos de crema tostada, helados de ron y pasas, y plátanos, y sandías, y melones... un manjar de cosas dulces, un alivio para el estómago y un deleite, porque a las brujas lo que más las pirraba de todo eran las comidas azucaradas; en realidad todas padecían de diabetes, otra de las enfermedades importadas de la Tierra, pero como no sabían lo que era pues no se medicaban y tenían siempre una necesidad de azúcar que las volvía locas de contentas cuando lo comían. Rosalinda devoraba a dos carrillos.