El club de las brujas

El club de las brujas

lunes, 7 de noviembre de 2011

DIECISÉIS: CONSEGUIRSE UN BUEN LOOK


Rosalinda se fue al espejo del primer toilette que pudo identificar, no porque entendiera de términos escritos en ese idioma tan raro, sino por los dibujitos, que eran iguales a los de los bares de su barrio. ¡Qué descanso! Allí se pudo descalzar, ¡puagg hay que ver cómo le olían los pies con esas botas de asno que se había tenido que colocar! ¡Con los piececitos tan monos que tenía ahora, vaya pena estropeárselos así! Y los pechos al aire, sin aquella casaca horrible y aprisionadora. Estaba tan cómoda que no se percató de que en el cuarto de baño estaban entrando otras señoras, que al verla desvestirse y el tufo que despedía, se salieron de inmediato tapándose la nariz. ¡Pues que les dieran morcilla, ella tenía para rato! Se puso los pies a remojo, de cuclillas encima del lavabo. Es más, atrancó la puerta por si las moscas. Se lavó los sobaquillos y los pies, al menos eso, ya que el chichi no sabía cómo ponerlo para que le llegara el agua, pero eso aún se podía esconder hasta que pillara una ducha o una fuente.

Las ropas del viejo soldado las metió en el hatillo y ella se colocó la bata de moaré de su madre, arrugada y maloliente como lo demás pero, al menos, le daba aspecto de mujer. Sacó del calcetín el fajo de billetes de DEA que le quedaban, y de la pechera los que le robó al capitán en francos franceses. Al menos tenía para pasar unas horas deambulando y tomarse un par de helados ricos, coca-colas y unos berberechos. Siempre que veía los anuncios de la tele, sacaban esas cosas que comían los humanos a todas horas, y ella para un rato que iba a estar en la Tierra tenía que probarlos, a ver si sabían igual que los que vendían en su pueblo o no. Aunque en esta ciudad nada podía saber igual que en su pueblo, ¡era todo tan bonito! Si el Cielo era todavía más sobrecogedor, desde luego que tenía que haberse transformado antes en hada, ¡había estado perdiendo todos estos años!

Salió del lavabo y vio que se había formado una cola de impresión. Tres o cuatro señoras que la miraron con cara de lobo feroz y que ya estaban por tirar la puerta abajo. Pensándolo bien, lo de no entender nada tenía sus ventajas, porque a ella plim todos esos insultos que seguro le estaban propinando, no entendía ni palota.

Se terminó el café, que de todas formas estaba más frío que un congelador, y salió otra vez a respirar a la calle. Es que vaya diferencia, eran casi las ocho y media de la mañana, el sol no brillaba, sino que se escondía entre nubes, seguía lloviznando finamente y la brisa era sugerente y fresca. Así podía uno pensar, pasear, irse de tiendas, charlar, y no como en casa que los calores ya le ponían a una los pelos de punta desde buena mañana y la desquiciaban por completo. ¡Esto era otra cosa!

Bueno, tenía que recapacitar sobre varios asuntos, pero todos de primordial importancia. Lo primero, conseguirse un atuendo estupendo para entrar triunfante en el Cielo. Lo segundo, un billete de non retour para el reino del Bien. Y entremedio, no podía perderse aquel hotelito del que se enamoró desde que vio un folleto escondido en los cajones de su madre. Se llamaba “Ritz”, imposible de olvidar porque era igual que las galletas, ¡y era tan exquisito! Ni Juanorra ni ella habían imaginado nunca que podrían conocerlo de cerca. Claro que a su madre no parecía importarle ni un rábano salvo para pavonearse ante las visitas. Tenía aquel tríptico porque se lo había entregado Garci en uno de sus encuentros, y ella no tiraba a la basura nada que le hubiera regalado él, aunque fuera un chicle usado; pero, por lo demás, no parecía que le pusiera demasiado cachonda. A su madre esas cursilerías le daban risa; en cambio, a Rosamunda siempre le acomplejaba ver aquellos lugares y pensar en que nunca tendría acceso. Se había imaginado cientos de veces entrando en ese hotel de la mano de su padre, tan bello, y ella con un traje largo y una corona de diamantes, y la cara cubierta por un velo para que no se le viera lo fea que era. Pero ahora todo era distinto; si se presentaba en ese hotel puede que incluso la dejaran pasar de la puerta, y con la de dinero que tenía, pediría una habitación y se quedaría allí horas y horas, como si fuera una marquesa. ¡Cuánto cambiaba el panorama de uno teniendo buen aspecto!

-Please, hotel Ritz?

Preguntó a unos señores con unas cámaras y ojos alargados, pero no entendió nada de su respuesta. Después preguntó lo mismo a una señora muy pizpireta, pero pasó de largo sin responderle. Y finalmente, un hombre con maletín y bastón pareció querer ayudarle.

-Certainment, madame, on vous amène là-bas?

‘Ni pajolera idea, coleguita’. Enchantée –contestó Rosalinda, una de las pocas palabras que sabía decir en parisino.

El hombre pareció muy contento con la respuesta, y cogiéndola del brazo le indicó un coche que había delante, donde acto seguido un negro con gorra de lo más elegante le abrió una portezuela. ¿Qué podía hacer? Igual era costumbre llevar a la gente a los sitios, y aquel hombre parecía educadísimo, con esos pelos escasos y grisáceos. Igual tenía la edad de su tío Jacinto, unos cuarenta y pico de años, o cincuenta, pero había que ver cómo cambiaban las personas con dinero, si su tío Jacinto llega a tener chófer y maletín de ésos, otro gallo le hubiera cantado.

Volvió a decir ‘enchantée’ y se metió en el coche de un salto. A ver por qué se iba a negar un capricho como éste. Es más, ¿quién sabe si no le daría una mano aquel hombrecito para ir de compras también? Quizá primero podían ir de tiendas y después aparecer en el hotel Ritz, más deslumbrante que con aquella bata de moaré pestilente. Claro que con el chichi sin lavar irse de probatorios le daba no sé qué. Estaba en estas disquisiciones cuando se quedó patitiesa. ¡El cochazo aquél es que tenía de todo! El abuelete no reparaba en gastos, abrió una nevera y le ofreció chocolates, refrescos, licores… Le preparó una copichuela que sabía a rayos, pero estaba fresquita y se agradecía después del café con leche. ‘Thé à la mente’ le dijo, quién sabe, pero a beber que son dos días. Ahora que, algún licor le tuvo que meter porque Rosalinda es que se puso loca de contenta en un santiamén, y veía al hombre hasta más guapo que antes de subir. Vio cómo le metía la mano por debajo de la bata de moaré y le entró la risa, mientras el hombre le tocaba los pechos con un ansia que no había visto ella jamás. ¡Si nunca había provocado ningún tipo de pasión! ¡Esto de ser tan guapa es que era la bomba!

El bólido corría que se las pelaba, tal fue el arranque que hizo el trasto que el trasero de Rosalinda quedó pegado al asiento como si tuviera pegamento y los pelos se le pusieron tiesos de la velocidad. El vejete siguió entretenido con sus tetazas un buen rato, y mientras tanto ella se fue aclimatando al ambiente y le siguió dando a las copichuelas como si nada. ¡Aquéllo era vida y lo demás cuentos! Aún iba a tener razón el capitán de la nave, que tanto le advirtió de los peligros de la Tierra. Aunque, bien pensado, si los humanos eran todos así de sobones y estaban tan cascaditos como aquél, vaya que no se iba a pirar rápido al reino de los Cielos. ¡Qué manos tenía el condenado, estaban por todas partes!

-Mister, mister- alcanzó a espetarle como pudo la brujilla –shopping! ‘que me lleves de tiendas, so sobón’, pensó para sus adentros.

-Après, après…-le contestó, mientras arrimaba su pantorrilla a la de ella y se frotaba con fruición.

-Mister, que le va a dar un soplo el corazón, que ya no tiene edad, mire cómo se le ponen desorbitados los ojos, esto no puede ser bueno para usted…

-Pardon?

Aquel dinosaurio no entendía ni palabra.

-No good, your heart.

-Combien madame? Dites moi, je vous en prie. J’ai jamais vu une beauté comme la votre. Je paierai tou ce qu’il vous faut.

-Pues no hay quien le comprenda a usted, mister, pero ese fajo de billetes que saca del bolsillo me vienen que ni pintados para mis fines, así que déme, déme que yo se los guardaré en la pechera mismamente. Esto en mi pueblo se llama ‘prostituirse’, pero ya querrían aquellas ignorantes de Nowhere’s Land encontrarse con un mancebo archiforrado con coche de lujo en el centro de París, ¡je! Toca, toca, ancianete, que ahora si te da el colapso ya es otra cosa.

Después de dos horas de tejemanejes, Rosalinda empezaba a cansarse de tanto arriba y abajo. Aquél enano era el mismísimo ‘duracel’, tenía más marcha que su madre con un pelotón de infantería. Y claro, aquellos pavos que le había regalado valían su precio en oro, ¡cualquiera le cerraba la válvula de escape ahora! Sin embargo, después de un buen rato más de dale que te pego, Rosalinda notó un cuerpo muerto encima de sus nalgas, la baba caída y unos sonoros ronquidos que le supieron a gloria. ¡Por fin!



El coche seguía incansable dando vueltas por las calles y avenidas parisinas. Rue de tal y rue de cual, ¡estaba mareada! Tocó un mando que parecía el de la tele, y milagrosamente se abrió el espejo que los separaba de los asientos delanteros, así que se encontró con el chófer negro fuma que te fumarás y con la radio a toda virolla. El tío se asustó en el primer momento pensando que le habían pillado in fraganti, pero en cuanto miró por el retrovisor que el viejo seguía roncando, subió más la música y pegó un acelerón que aplastó otra vez a Rosarillo contra el asiento. ‘Vaya’, pensó, ‘pues el negrazo éste tiene cien veces mejor pinta que su dueño. Quizá sea un esclavo, pero está requetebién el condenado, y visto que ya tengo los billetes en la pechera…’. Ni corta ni perezosa, de un salto trepó al asiento delantero y le cogió un cigarro al chófer del bolsillo de la camisa, en un gesto del todo provocativo. Desde luego, vaya soltura que le daba un cuerpo sensual como el suyo ahora, sino de qué este desparpajo en la fea Rosamunda de otrora.

-T’a n’a pas assez avec le vieux, ma belle?

-Shopping- repitió, a ver si esta vez tenía más suerte.

-Shopping? Bien sur, pas de problème!

Dieron otro viraje de ciento ochenta grados en medio de un bulevar archirepleto de coches y peatones, y una vez en dirección contraria, se dirigieron hacia una avenida lujosísima, que se llamaba Avenue Montaigne. ¡Quién sabe qué rayos querría decir! ¿Sería el barrio ése, Pigalle, de que le habló el capitán de la nave? Ni idea, pero a buen seguro que allí tendrían trapitos a mansalva, y de los que dan ‘caché’. Otra palabra que usaba su madre cuando se empolvaba la nariz con las amistades. ‘¡Para, para, stop, stop! Me caminar, darme un garbeo, you stop aquí’. Si no llega a ser porque con los dedos hizo una uve hacia abajo y simuló dos patitas marchando, aquel negrazo ni papa de inglés, oye, ¡vaya con los parisinos que no hablaban más que su endiablado merengue empalagoso e indescifrable! Bueno, pero el lenguaje de los gestos es universal, así que pas de problema, que decía el hombre todo el rato.

Se arregló un poco la bata de moaré y se hizo un moño como pudo con su larga melena pelirroja. Bien bonita que era, pero ya empezaba a necesitar un buen chapuzón con champú incluido. Las medias se las había roto aquel viejo degenerado, pero es igual, se las quitó antes de bajarse del coche igualmente, ante el estupor del chófer que ya se iba poniendo de lo más cachondo con tanto arremangamiento. Lista. Descendió una de sus esbeltas piernas, y después la otra, tratando de no caer de bruces con aquellos altos tacones que se gastaba. Tenía que parecer distinguida a más no poder, si la vieran sus compañeras de clase, hubieran estallado de envidia, y no digamos su madre, que hasta se hubiera sentido orgullosa de ella, ¡por fin el patito feo acometiendo una obra de nivel! Paseo arriba paseo abajo, si no se decidía ya por alguna butic, como decía el chófer, la iban a acabar confundiendo de señora en fulana, tanto peinar la calle. Leyó a duras penas el rótulo de una tienda más bien discretita; mejor no entrar en plan ‘pretty woman’ aquélla, no fueran a verle el plumero y a humillarla, así que cabeza baja y paso corto, ‘allá voy, Inés de la Fresange o como quiera que te llames’.

-Good morning. Inés de la Fresange, thank you.

-Excusez moi, madame, vous demandez par Madame de la Fresange?

-Enchantée, yes.

-Oh, je suis desolée, madame. Mme. de la Fresange est absente cette semaine. Est-ce que je peut vous aider peut-être? Vous êtes une cliente habituelle?

Vaya pedorrez! Aquella tipa no le quitaba ojo, la miraba de arriba abajo con cierto aire de superioridad. Y luego aquel acento tan cursi, y esa melodía de su voz dulce. ¿Eran así todas las parisinas? ¡Pues no se correspondían en absoluto con los hombres de la ciudad que ella estaba conociendo, vulgares y corrientes a más no poder y un tanto golfetes! Por otra parte, normal que estuvieran reprimidos con aquellas damas tan archieducadas y altivas, vamos que ni el engolado de su padre en día de ceremonia era tan estudiado. ¡Y encima se empeñaba en hablarle en aquella lengua incomprensible y tan espesa!

-Night dress, ok?

-Oh, vous desirez un deshabillé?

-Traje de noche, de fiesta, ¿nos entendemos?

-Pour la nuit de noces? Mais bien sur que je peut vous aider! Venez avec moi, madame.

¡Qué manía tenía aquella maniquí perfecta de decir eso de ‘madam’! Era la palabra que más repetía, ¿qué diantres querría decir? Le hizo un gesto de seguirla y la siguió, no sin antes mirar por la ventana a ver si el negrazo y su coche seguían allí aparcados. Pas de problema, allí estaban. Le hizo un gesto de esperar y se adentró en la fabulosa tienda con aquella cursi de patas largas y finas, más finas que las de ella incluso.

¡Vaya, por todos los diablos! ¿Aquellos trajes se gastaban las fifis para ir de fiesta? ¡Pero si eran más despechugados que los vestidos de las rameras! Eso sí, tenían un estilo que para qué. Se probó tres modelos archifinolis, a cual más transparente que el anterior. El blanco le quedaba demasiado estrecho, aún con la cintura de avispa que se le había quedado después del hechizo, era un vestido de muñecas. El azul le hacía parecer el hada madrina concededeseos, le faltaba la varita mágica. Y por fin, el fucsia. Entre bordados y transparencias, más que un vestido parecía un picardías de los de antes, pero si eso era lo que se llevaba en París para las fiestas, no había más que hablar. Señaló a la señorita que era su preferido.

-Oui madame, c’est un très bon choix, risqué mais très chic. Votre mari va certainment vous adorer la nuit de noces!

-No sé qué dices de la noche, pero espero haber acertado, monada, porque este modelito me tiene que servir para entrar al Ritz y también para acceder al Cielo, así que como no tenga éxito vengo aquí otra vez y te corto esa lengua tan endiablada que tienes.

-Oh la la! Le Ritz! Super bon marriage que vous faites!

-No te entiendo nada, encanto, ¿cuánto money?- le hizo un gesto con los dedos, de esos que también son universales. Eso lo entendió a la primera, y marcó hasta tres. ¿Serían tres monedas? Le dio tres monedas.

-Quel bon humeur, madame!

Otra vez aquello de ‘madame’, ¡mecachis! ¿Y ahora por qué se reía aquella tonta, se mofaba de ella?

-No good?

-Trois mil francs, madame.

Bueno, pues saco un fajo de billetes y listo. Era un corte ahora tener que sacar los cuartos de la pechera, pero no había previsto la hora de los pagos, así que no quedaba más remedio. La dependienta se la quedó mirando alucinada, como si no hubiera visto nunca una cosa igual. O quizá eran sus tetas, que la dejaban estupefacta. En fin, le tendió un manojo de los billetotes que le había dado el vejete para que ella escogiera. La chica empezó a contar hasta tres mil veces, vaya, no sabía cuánto valdría aquello, pero seguro que era muy caro porque se había quedado con casi toda su pasta. Bueno, luego le soplaría algún otro dinerillo al abuelo y listo.

Salió ufana por la puerta con un pedazo de bolsa archimolona, sintiéndose, por primera vez en su vida, toda una dama de la alta sociedad o jet-set, como decían siempre por la tele. Primer paso, misión cumplida. Ahora no tenía más que aproximarse con aquel cochazo y el vestido de gasa al hotel Ritz, y a ponerse el mundo por montera por primera vez en su sosa vida. No se cansaba de repetírselo: ¡lo que cambiaban las cosas con un buen look!