El club de las brujas

El club de las brujas

lunes, 24 de mayo de 2010

DOS: EL BELLO GARCILASO



Garcilaso estaba profundamente dormido en los brazos de una bella dama, una de tantas en su azarosa y promiscua existencia, cuando le molestó un cosquilleo en la nariz. Se despertó apenas para estirarse los tres pelillos que le asomaban por encima del bigote y volvió a estirarse todo lo largo que era en el somier. Otra vez notó un siseo, como si un mosquito le rondara las barbas, y agitó una de sus delgadas manos para abatirlo de una tirada. Pero todo lo que consiguió fue que el mosquito saliera espantado de allí, para ir a parar a los dedos de los pies. Al ángel se le escapó una sonrisita socarrona, pensando esta vez, y ya medio despierto, que era la nenita, que quería guerra. Así que la achuchó delicadamente, pero ella ni moverse. Ahora el cosquilleo de los pies se había transformado en un tabanón del copote. Una mancha que empezó a enrojecer y escocerle entre el dedo gordo y el siguiente. ¡Así que el cabrito le había picado pero bien! ¡Y él creyendo que era un gesto sensual, vaya bicho más asqueroso!

De todos los insectos el mosquito era el que le daba más rabia. Una vez le picó en el trasero uno tan grande que, no sólo no pudo sentarse recto en una silla durante más de un mes sino, lo que es peor, no podía exhibirse desnudo en ninguna parte. ¡Él, ser perfectamente creado y moldeado donde los hubiera, con un bulto semejante en el pandero, de qué!

La picazón era tan fuerte que le desveló del todo y hubo de inclinarse a rascarse hasta que se sacó la sangre. Ya con los ojos bien abiertos, contempló en la corta distancia a la inmortal mujer con la que se hallaba. Arabella era tan bella que a él casi lo afeaba. Era verdad que cuando estaban juntos lo eclipsaba tímidamente, con sus contoneos y aleteando como una gacela, es que era irresistible. Por eso le tenía cierta manía, es que hasta durmiendo tenía que estar guapa, ¡qué barbaridad! En cambio, con Juanorra era otra cosa. Se le pusieron los ojos a hacer chiribitas y el vello erizado, ¡qué grima daba! Y cuanto más chirriaban los dientes y dañaba la vista su presencia, más se pavoneaba él a su lado. ¡Cómo se habían paseado por las fiestas mortales en sus buenos tiempos! Claro que tenía que ser así, entre humanoides y de incógnito, porque en sus reinos respectivos a uno de los dos le hubieran desorejado por cometer semejante fechoría. Pero los humanos eran otra historia, no se enteraban de la misa la media y se podía todo en sus dominios; eran casi casi tierra de nadie. Bueno, había sheriffs, policía secreta, efebeís, cias, contraespías, y demás subespecies, pero, ¿qué eran todos ellos contra los ejes del Mal y del Bien? ¿Acaso podían combatir armas lunares? ¿O fórmulas expansivas? ¡Pero si no tenían apenas cuatro ecuaciones mal analizadas! Se creían que sabían algo por haber llegado una vez a la luna, o haber descubierto vida en Marte. ¡Ay qué risa!

Ya se le había puesto otra vez la cabeza del revés. Si es que no se podía hacer nada antes de las doce del mediodía, pero aquel pesado mosquito voraz le había despertado antes de tiempo, ¡maldita sea! ¿Qué hacer ahora? Las nueve y pico. Las halagadoras ya estaban escribiendo fórmulas mágicas. Las recatadoras remendando sus vestidos. Los cupidos dormían plácidamente. Pero Garci no era de ninguno de esos colectivos de los cielos, sino que pertenecía al grupo de musas inspiradoras. Era el grupo de más nivel y sólo los más bellos tenían acceso a la profesión. Ahora estaba haciendo de musa de un poeta ruso, Vladislav Kiminski, pero no le tocaba bajar a verle hasta las cuatro o las cinco de la madrugada de varios días más tarde, cuando Kiminski librara de su trabajo en la mina y, después de haberse puesto hasta arriba de vodka, escribiera los versos más amargos que Garcilaso había inspirado. A veces lloraban juntos releyendo los últimos pareados, y después Kiminski, completamente exhausto y más que borracho, caía rendido encima de la mesa. Menos mal que el ruso era algo vago y se inspiraba más bien poco. Ahora, cuando le cogía el tranquillo, era capaz de componer sus tristes sonetos durante horas y horas. ¡Una vez hasta treinta y cuatro horas seguidas estuvo! Y a Garci es que le cogía dolor de espalda, de riñones, bostezo… y lo pasaba fatal, porque se supone que una musa es que está pluscuamperfecta de principio a fin, ¡para eso cobra una pasta!

Así que, entre guiño y guiño del poeta, la musa venga que bailar por los sitios de moda y ligarse a humanas calientes. Que las rusas y las checas para eso las mejores.

Abrió un orificio en la pared por donde visionó a Kiminski. Nada, estaba otra vez alcoholizado e inconsciente, y le habían dado una buena tunda, así que no llamaría a su inspiración lo más seguro que hasta dos o tres días después. ¿Qué hacer en el ínterin? Podía buscarse otros clientes suplementarios, pero es que luego se le complicaba mucho la vida a uno, que si vete corriendo todo el día de aquí para allá, que si sube para el Norte y hace frío, y luego para el Sur a pasar calor, y tres días aburrido y luego, ¡oye, que parecía que se pusieran de acuerdo los jodidos (con perdón) para inspirarse todos a la vez y no dabas abasto! Y todo para qué, para unas compras que es que no tenían ningún sentido. Si lo mejor era ir bien desnudo y pagarse un buen gimnasio, y para eso con Kiminski tenía más que de sobra. Hombre, y algún restaurante de vez en cuando, pero las musas tenían pelota en casi todos los locales chic de capital, así que solían salirle las veladas por cuatro duros.

Era lo bueno de ser ángel. Un poco de calderilla sí, pues para moverse por la Tierra cuando tocaba, pero nada más. Obviamente, en el cielo todo era un regalo divino, y en el infierno es que tenías que ir de estrangis sin remedio, a no ser que quisieras que te pillaran infiltrado y sufrir el castigo del fuego eterno. En cambio los mortales, ¡oye mira que se lo habían montado mal! No sólo disponían los pobres pringados de un tiempo limitadísimo, setenta años de bonanza en el mejor de los casos (después todo eran achaques y problemas de senectud), sino que se pasaban en el currendele más de la mitad. Ah, sin olvidar que antes tenían que aprender un montón de cosas absurdas en unos centros que llamaban ‘escuelas’ y que a lo único que les enseñaban era a trabajar. Garcilaso lo sabía bien porque en un momento dado, en que se quedó lo que se dice pilladísimo por una mortal francesita de pro, quiso apuntarse con ella a la Universidad, y pedían una serie de documentación tan extensa que si no llega a ser por las falsificaciones que le hizo De Angelis… ¡todavía está esperando la ficha de admisión! Y vaya, una vez lo consiguió, pensó que sería un sitio interesantísimo para aprender a pescar, a besar con propiedad, a pintar, a festejar con elegancia… pues nada de eso, sólo se podían aprender unas absurdas lecciones que, en definitiva, no servían más que para trabajar. Además, es que no cesaban de preguntarle qué quería ser él, en qué se quería especializar. Y cuando les dijo que lo suyo era ser musa profesional, profesores y alumnos comenzaron a reír pensando que era un cachondo. ¡Cachondo él, si era de lo más serio en su dedicación! No sabían cuán sacrificado podía resultar beber vino hasta las tantas con los artistas, y aguantarles sus perogrulladas, y soportar a inútiles que se creían genios. Bueno, aunque pensándolo bien, los peores eran los genios de verdad. Una vez tuvo que sustituir a la musa de Picasso, y Picasso, al no ver al de siempre se pilló un rebote que Garcilaso casi no lo cuenta. ¡Vaya tirano! ¡Sería muy bueno en la cama y con el pincel, a juzgar por el éxito, pero no había quien lo aguantara! Él prefería a los tipos como Kiminski, sin grandes pretensiones, pero que hacían de su vida un poema y vivían sin pedir nada a nadie, ni siquiera admiración. ¡Esos sí que eran unos tipos admirables!

Él, desde luego, no hubiera podido ser artista, de ser humano; requería un esfuerzo imposible según su modo de ver. De haber nacido mortal, e igual de guapo, se hubiera ganado la vida con su cuerpo, como modelo o cosas peores, que de todo había visto. Pero nada de estudios ni de gaitas, y menos aún de ingenio y creatividad, ¡con lo cansado que acababa sólo de mirarles!

Así que, después de su corta experiencia universitaria, sacó dos conclusiones. La primera, que la francesita ya se podía buscar a otro que la distrajera. Estaba muy buena, mejor hasta que algunas mujeres-musa. Ahora, que ni todo lo rica que resultaba era suficiente para paliar los inconvenientes de aguantar las parrafadas de política y filosofía que le tuvo que escuchar en las dos o tres ocasiones que cenaron juntos. Ella venga que darle al pico, que si el mundo esto, que si los árboles lo otro, que si los recursos naturales son escasos, que si la cumbre de la tierra… y él buscándole las bragas por debajo de la mesa y asintiendo con la cabeza. ¡Aquello es que no se podía soportar!

La segunda conclusión fue más de ámbito general, pero en la misma línea. Es que los humanos se habían dedicado a complicarse la corta existencia de una forma que se tenían que aburrir de lo lindo. Todo el día andaban con facturas por pagar, con recibos que cobrar, con números rojos que les agobiaban, contando los días para las vacaciones. Ah, eso también, es que encima resulta que no les gustaba nada trabajar. ¡Es que era la leche! ¿Pues no se habían impuesto unas obligaciones laborales y unos horarios y unos jefes que eran peor que mil demonios? Pues aún con todo y con eso, lo que les gustaba era contar los días de trabajo que necesitaban para tener uno de ocio. Y sin ocio no rodaba el mundo, porque era el fin de todo trabajo, unas ‘merecidas vacaciones’ como escuchó que lo llamaban. ¡Vaya, eran unos fenómenos! Es que además que no se habían propuesto, pongamos por caso, un día de trabajo por diez de ‘vacaciones’. ¡No señor, todo lo contrario, semanas y meses de aburrirse hasta que llegaban a un veraneo de cuatro diítas de nada! Recapitulando, que estudiaban para trabajar, y trabajaban para poderse divertir. ¿Será que el ocio les sabía a poco si no se lo ganaban antes de algún modo? Alguien le explicó que todo venía de un pecado que cometió una pareja que expulsaron del paraíso, y así se convirtieron en mortales y se tuvieron que ganar el pan con el sudor de su frente. Claro que sudar, se podía sudar de muchos modos. Garci sonrió maliciosamente; a él se le ocurrían cientos de maneras provechosas y nada desdeñables. Pero mejor no darle más vueltas, los humanos es que no tenían remedio. Además, bien mirado, mejor que no se dieran cuenta del invento y siguieran ensimismados en sus tareas del día a día, porque vaya jaleo que podían montar de descubrirse el pastel y ver que, en la noria de la vida, eran los únicos que tiraban de los hilos, mientras el resto retozaba indefinidamente en los balancines. ¡Nada, nada, que cuantos menos fueran a repartir a más tocaban por cabeza!

Estaba en estas diatribas cuando notó que le tiraban de los pies y de las orejas con un empuje que ya sabía él lo que quería decir. Kiminski se estaba despertando del letargo y cogía el lápiz con una mano y la botella con la otra. En realidad, hacía un buen rato que le llamaba, pero él nada, con tanta imaginación pues se le había ido el santo de paseo. ¡Entre esto y lo otro habían transcurrido tres días y medio desde que le picó el mosquito aquél! ¡Desde luego que el tiempo pasaba en balde! Emprendió un vuelo rápido en dirección al Cáucaso y el poeta le recibió con todos los honores. ¡Si es que no había nada como hacerse esperar un poco!

lunes, 17 de mayo de 2010

UNO: una bruja buena, una bruja mala y un ángel que salía a pasear por los infiernos.




La brujita miró de reojo la pócima, no queriendo ver más que un cacho a través del ojo. No entendía qué es lo que había salido mal. ¿Por qué no iba a romperse un hechizo tan tonto como el del prehistórico tándem ‘paloma-sombrero’? Si sólo era cuestión de puntería, total… un, dos, tres… pum racatacataca pum chim pum… explosión de petardos enfundados en sonoro chicharro del monte… y otra vez racatacataca pum … varita que te crió y… voilà… una carroza y un príncipe todo almidonado y listo para recoger a la princesa. Sí, todo eso sí que había funcionado, más guapo y reluciente que un crisol que estaba el angelito, si exceptuamos alguna pluma blanca que colgaba de las axilas y la boca con cierto aspecto de pico, eso sí, de oro. Claro que la princesa ya era otro cantar. En la pócima hablaba de transformar cucarachas, saltamontes, ranas y culebras, pero no mencionaba por ninguna parte a una bruja embrujada por su propio hechizo convertirse en pavita real estilizada y longuilínea, como si dijéramos.

Es que… ¡ya estaba bien!… mutaciones a gogó, hombres-rana, mujeres-avispa, sapos-hadas… ¿y qué había de la pobre hechicera? ¿Es que nunca podía una darse el gustazo de probar de la propia medicina? En realidad, Rosalinda no era más que un nombre heredado de una vieja tradición milenaria de parientes magos y matronas sobornadas en el día del parto para bautizar a un fetito, como si dijéramos, con nombre de hembra hermosa. No claro, no podía una llamarse así, como si fuera inmortal y bella, y luego resulta que tener verrugas, llagas en las manos, grasa en la papada y ojos de lechuguino acabado. ¡Es que no se podía, y ya está! Por eso ella se hacía llamar Rosamunda, que no sonaba tan discordante con su aspecto de acelga en remojo, en vez de Rosalinda, como le puso su bruja-madre, pensando que un nombre así contrarrestaría las peores malformaciones de una raza tan innoble y poco de fiar.

Y es que una no elegía porque sí ser bruja, o maga, o común mortal. Había un designio estelar, cósmico, decidiendo por cada uno de nosotros. ¡Qué va! No lo sabían los humanos, ¡anda que si lo llegan a saber se iban a conformar con vivir unos cuantos años y después caer en el olvido y la pestilencia de los ataúdes! Las hadas eran otra cosa, ésas sí que tenían suerte… nacían en unos finísimos pañuelos de organza, todas a principios de cada milenio, y se llamaban ‘pimpinela’ o ‘marguerita’ o ‘lizzispilla’ o cosas así, divertidas, y durante los próximos mil años se dedicaban a regalar favores, a conceder deseos… esparcían las pócimas de amor y virtudes… ¡jo, vaya suerte! Y luego, cuando el milenio estaba a punto de expirar, unos minutillos antes comenzaban a desvanecerse como débiles damiselas hasta convertirse en polvillo blanco que se espolvoreaba en los dulces de los niños buenos. Así que desaparecían devoradas, como quien dice, por querubines simpáticos y risueños, con estómagos y corazones de buen grado que hacían las digestiones menos amargas. Luego otra vez volvían, una vez que íbamos por la tercera o cuarta campanada después de las doce de la noche, hora local del año uno del siguiente milenio, y las veías rodando por las burbujas de las botellas de cava y champagne que se descorchaban por doquier. Esa era su primera noche de la siguiente vida, así que burbujeaban un rato entre aromas caros y dulzones y se emborrachaban con el alcohol de los corchos abiertos, hasta que se quedaban dormidas y medio tontas después de haber festejado el Año Nuevo como Dios manda.

Rosalinda por supuesto que no quería ser una aburrida y fugaz mortal, una humana sin mayor ni menor postín. No, claro que no. ¡Ah, pero un hada ya habría sido otro cantar! Lo que pasa es que el físico la acompañó poco desde siempre, desde el principio de los tiempos, cuando ella aterrizó allá por los trogloditas y los primeros simios con forma humanoide y pensamiento crítico. Llegó enfundada dentro de un meteorito que se estrelló contra la Tierra, causando graves daños y eliminando a los dinosaurios, con gran pena por su parte. Y es que había sido un híbrido, ése era el problema, la madre de todos los problemas, diríase. ¿Cómo se explicaba sino que tuviera pensamientos agridulces todo el tiempo, ideas cruzadas y contradictorias? Pero eso no era lo peor, eso no era lo más grave. Ya físicamente se la notaba diferente a las otras brujitas. A todas les salían enseguida unos pechos grandes y desorbitados, pesados como camiones, rebosantes y caídos, o bien todo lo contrario, unas peritas puntiagudas y afiladas sin ninguna gracia. En cambio, los senos de Rosalinda despuntaron apenas cumplió los cinco años (las brujas eran la especie más precoz de todas las inmortales) tersos, esponjosos, redondos como pelotas y con pezones erguidos y cremosos, casi de chocolate. Su madre, fea como ninguna otra de fea, comprendió de inmediato que no podía ser su hija. O sí podía, pero había alguna equivocación, porque la genética era lo único que no podían engañar ni con las técnicas más punteras. Habían sido sus devaneos con Garcilaso, el ángel exterminador, como le llamaban en el reino de los virtuosos. Le apodaban de ese modo tan apocalíptico precisamente porque se caracterizaba por no gustarle ni las princesas ni las diosas siquiera, mucho más elevadas, sino que le iban más que nada las golfas, travestidas, las mujeres-buzo (caras horrendas) y las mujeres-tanque (inmensos traseros). Las carnes sueltas, los muslos deformados, las arrugas como surcos… se pirraba por las féminas defectuosas, en definitiva, así que cada dos por tres estaba dándose un garbeo por la ‘jaula de las feas’ y eligiendo víctimas. Obviamente, Garcilaso era un dechado de virtudes: bien fornido, unos ojos de agua de mar, mejillas sonrosadas, prieto y fibrado, una sonrisa que iluminaba el rostro… un caso así como el Dorian Gray del cuadro imaginado por Oscar Wilde, pero más divino y todo.

Así que ‘Terminator’, como le llamaban por los bajos fondos de los infiernos, las llevaba lo que se dice de calle. Y la madre de Rosalinda fue la víctima más goleada. Es que era verle aparecer y le temblaban las piernas, le batía el corazón, las carnes se le abrían y la boca parecía como si quisiera succionarlo de una chupada. Era tan tan horrenda que Garcilaso, a su vez, se ponía todo en tensión sólo de pensar en poseerla. Hasta que la poseyó una tarde. Mira que era una de las primeras reglas de los reinos del Bien y del Mal: la regla número uno era la de jugar con los humanos y ‘romper mano’, como se dice para los coches, hasta quebrarles los nervios o el corazón, una de dos. Así uno llegaba entrenado antes de relacionarse con las almas inmortales. Siguiendo con el ejemplo automóvil, era como conducir un ford fiesta de tercera, con perdón, antes de tocar el bmw inyección. ¿O no? Y la regla número dos, y no había más reglas, era la de no mezclarse con los otros inmortales, los del reino contrario, más que en las raras y excepcionales ocasiones en que el gran Jefe-Jefa de ambos se hubieran puesto de acuerdo para alguna acción sobrehumana e inmortal, por encima y más allá del entendimiento siquiera de sus propios súbditos. Pero eso era sólo cumplir órdenes, sin saber siquiera en qué podría dañar o beneficiar al cosmos la acción emprendida. Así que, por libre y en caliente, ni mu con los del bando contrario, ángeles unos y demonios los otros.

Garcilaso odiaba las reglas, aunque sólo fueran dos. Bien mirado, quizás no era odio lo que les tenía, porque lo que de verdad le gustaba era saltárselas, y entonces puede que no fuera tan mala idea que existieran, porque, ¿cómo sino obtendría el placer desmesurado que le proporcionaba incumplirlas? Es que se las saltaba a la torera ya de buena mañana, abandonando la cama de alguna incomprendida y desayunando con los cotilleos del otro bando junto a su amigo De Angelis, pura contradicción denominativa para el peor de los diablos que ardía en el infierno. Este era el que le ponía al día de las nuevas pibitas que hubieran estrenado pubertad recientemente. En la lista de las nuevas más malas, las diez mejores se rifaban a todos los monstruosos y nauseabundos satanases. Sin embargo, la top ten siempre elegía a Terminator, esa mezcla de ángel y demonio que las ponía en carambola.

El año que se estrenó la madre de Rosalinda había sido de buena cosecha, así que Garcilaso estaba por tirar la toalla y retirarse al Limbo de vacaciones. Ya tenía muchas muescas en la capa de torero. Pero cuando De Angelis le juró y le perjuró que no podía darse el piro sin haber conocido a Juanorra (así de feo era hasta el nombre) la verdad que le pudo la curiosidad. ¡Qué mente perversa podía haber elaborado un nombre tan horripilante y cómo de angustioso debió ser lo que vio para llamarle de tal modo! Y no le decepcionó. En absoluto. Era todo lo que ya se ha dicho, además de vizca, con grandes patorras (que no piernas) y garras por manos. ¡Mucho peor que cualquier engendro imaginable! Y fue por eso que a Garcilaso se le fue la olla, como quien dice, nada más verla, y sólo quiso que tomarla y adentrarse en sus abruptos pormenores, sin saber si saldría herido y magullado, o algo peor. Y fue peor. Todo lo redonda que Juanorra era por fuera, por dentro era el colmo de puntiaguda y riscosa. A medida que la penetraba, sentía como si los cuchillos se le clavaran en su órgano erecto, y la búsqueda del clímax casi la daba por imposible cuando ¡oh Señor, alabado seas! Un enorme y contagioso chorro salió por sus venas, explotando en un orgasmo que más parecía de gasolina o de oro puro. Nunca antes ni después, más que con ella, experimentó nada parecido.

Y fue así como Garcilaso, el más bello ángel donante de semen, cayó de bruces y a cuatro patas enamorado de la bruja Juanorra, la devorahombres peor surtida y más agarrotada de todas las almas malas. A todo esto, no había profiláctico que no sucumbiera frente a las angulosas y afiladas esquinas del tubo vaginal de la bestia. Por eso no hubo modo de parar la concupiscencia y que de la cópula de dos seres incompatibles surgiera, como si fuera Amor, una fetita de rasgos exóticos, sin embargo, con poderes sobrenaturales. Rosalinda.

Y Rosalinda vivió entre dos mundos inclasificables, intocables, a caballo entre la virtud y el pecado. Pero tampoco entre los inmortales ha dejado de haber machismo, así que ahí te las compongas que Garci siguió con su vida depravada, y Juanorra tuvo que apechugar con la consecuencia del desenfreno. Fue una etapa muy dura. Al principio pudo disimularse bien que Rosalinda fuera hija de Terminator. Alguno hubo que lo insinuó, malas lenguas donde las haya, pero se disiparon muchas dudas al ver los ojos de lechuguino que lucía la pequeña, como los de su madre y también como los de su presunto padre, un pobre diablo hortera pero muy bravucón. Hasta él se lo creyó.

El acabóse fue cuando empezó a despuntar la adolescencia prematura de Rosalinda, y con ella su torneado y hermoso busto. Más que nada, parecían dos montañas del Kilimanjaro, doradas y vírgenes. Ya se reían de ella las otras fetitas de la incubadora, cada vez que su madre gritaba el ridículo nombre de “Rosalinda”, tan asquerosamente dulce. No digamos, pues, lo que fue descubrir que tenía semejantes tortas de pan entre los brazos. La pobre se escondía, sollozaba, languidecía sin saber el porqué de sus contradicciones. Porque no era sólo que sus senos fueran de buen gusto, es que sus ideas también lo eran de cuando en cuando. Y eso sí que era una desgracia. Se había sorprendido a sí misma ni se sabe la de veces pensando en casarse, o en abrazarse a otros niños, y peor fue cuando partió una hogaza de pan que tenía para darla a unos pajarillos hambrientos. Esa fue la definitiva, su madre le arreó un tortazo que le marcó la cara y se la puso del revés. ¡Qué vergüenza más espantosa y qué deshonor para una bruja hecha y derecha ya! Claro que tampoco podía encontrar muchas alternativas a su vida miserable e incomprendida. ¡Si pudiera tan sólo entrar, olisquear, en el mundo de los ángeles! Lo malo era que, aún en el caso de escapar –es un suponer-, es que no la dejarían ni pisar el umbral de lo feorra que la encontrarían.

Pero ya era hora de actuar. Ella, Rosalinda o Rosamunda, como diablos quisieran llamarla, encontraría el elixir de la belleza y se transformaría en la bruja más bella del reino de los malos. Sería la peor arpía disfrazada de caperucita, una torcida y locuaz virgen inmortal. Y rompería, quebraría por fin, todas las inquebrantables reglas que separaban los reinos de los cielos y los infiernos. ¡Qué carajo, y sino a qué haber permitido la sabia naturaleza semejante esperpento, fruto de una cópula prohibida! Se lo debían, alguien por ahí que gustaba de jugar a los cromos con los inmortales y los había mezclado hasta el punto de la procreación, le debía un favor, y ella se lo iba a cobrar, bien merecido que se lo tenía después de tantas humillaciones.