El club de las brujas

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lunes, 28 de junio de 2010

SEIS: Garcilaso el Bello, enamorado.


Garci pisaba las hormigas como si no fueran con él. Le molestaba que lo despertaran haciéndole cosquillas en las plantas de los pies y con pequeños mordisquitos de roedor barato e insignificante. Eran seres a los que no les veía el sentido. Y por mucho que en el Cielo esas cosas no pudieran pasar, él las estrujaba suavemente contra el suelo como si tal cosa, mientras silbaba para no escuchar el espantoso sonido de sus cuerpos al deshacerse. Pobres seres miserables y mortales, ¿y no podían haberse quedado en la Tierra, o siquiera en los Infiernos donde hubieran perecido con los calores? Le pasaba igual que con las moscas; tampoco entendía su significado en un lugar tan divino como el Cielo, en donde nada carecía de estética, ¿por qué de repente esos seres feos pululando y molestándoles a todos? Sin embargo, por mucho que nadie encontrara el sentido a la existencia de hormigas y moscas en el Cielo, sus habitantes eran tan estupendamente bondadosos que no se les hubiera ocurrido nunca pedir su destrucción al Padre. Pero Garci era más sincero que todo eso, y si le molestaban esos seres, pues se cargaba unos cuantos de vez en cuando, que no pasaba nada y se quedaba uno la mar de a gusto después de darles muerte. Especialmente perecían de inmediato aquéllos que osaran interrumpir su siesta de verano. Eran algunos días tórridos, no muchos, que se producían en el Cielo cuando algún ser infernal se había acercado demasiado a ellos, con cualesquiera pretensiones de entrada al Reino. Los demonios desprendían tanto calor que bastaba la aproximación de uno de ellos a las puertas del Bien para convulsionar todos los sistemas de refrigeración automática y disparar las alarmas. Enseguida se enteraban todos de que el sistema de seguridad había intentado ser violado, cosa claramente imposible de conseguir, por otra parte. Y ese día, y varios de los siguientes, subían las temperaturas cinco o seis grados, lo suficiente para que ángeles, hadas y demás seres celestiales acusaran un calor anormal al que no estaban acostumbrados para continuar con sus quehaceres diarios, así que se llenaban velozmente todas las piscinas del Reino para sofocar sus sopores y que no notaran la más mínima inconveniencia, como correspondía a la vida en el Paraíso.


Se desperezó Garci y dibujó una sonrisa pensando en su próximo viaje camino de los Infiernos. Hacía tiempo que no veía a la feota de Juanorra, con tanta Polinesia y exploración de playas nuevas donde preparar a las musas de la new age, apenas había tenido tiempo de pegarse unos revolcones como Dios manda, con perdón del Creador. Y la vida anodina de ángel pues estaba bien a ratos, pero no era nada comparada con una buena bacanal de sexo infernal. Además, esos calores le venían pero que muy bien para perder los kilitos de más que la buena vida le proporcionaba. En el Cielo no había forma de sudar, nada te podía hacer subir la temperatura, y mucho menos las vírgenes inmortales de que se rodeaba, que ni sentían ni padecían.



Kiminski, el poeta checo, la había palmado no haría ni cuatro días. Se enteró a la vuelta de la Polinesia, y de veras que lo sintió porque era un tipo amable y sin complicaciones. Sólo había que estar a su lado, beber un poco y charlar de nada y todo mientras se fumaban unos puros. Después él le cogía la delantera a la escritura y deliraba durante días enteros a veces, sin causar molestias ni más dedicación que la de estar allí. Garci a veces se adormecía con tanto alcohol y el silencio de la pluma estilográfica de Kiminski, hasta que éste le despertaba de un alarido, pues se le marchaba la concentración. Pero eso era todo. A saber ahora qué artista le estaría encomendado por los mandatos divinos y con qué rarezas se encontraba en su nueva labor. Y antes de que le llegara destino, tenía que pegarse una buena juerga de las suyas, porque lo que va delante, ¡pues va delante!



Estaba en éstas deliberando, e imaginando las afiladas curvas de Juanorra, cuando llamaron a la puerta de su torre. ¿Quién quería molestarle tan temprano? ¿Un mensaje quizá? ¿El nuevo artista que ya estuviera esperándole? ¡Oh cielos qué horror!



Bajó los cuatro pisos que le separaban de la calle de un salto y se dispuso a abrirle las puertas a quien quiera que fuese con una mirada inquisitiva y molesta:



-¿Síiiii?

-¿El Bello Garcilaso al habla?

-En efecto, ¿qué desea?

-Le llega un paquete ardiente y móvil, ¿lo deposito aquí fuera?

-¡No! Le abro ya mismo. ¿Qué es esto? ¿De dónde lo trae?

-Llegó como una bomba de relojería a nuestras oficinas de correo celestial postal. Hoy en día es raro que nos utilicen a nosotros en vez de a los transportadores digitales, más rápidos sin duda. Así que debe ser algo que le llegue de la Tierra, no tiene otra explicación. Quisimos abrirlo, porque siempre comprobamos los paquetes postales por si hay errores o algo peor. Sin embargo, este parece ser un regalo muy especial pues tiembla cada vez que alguno de nuestros operarios intenta manipularlo. Nuestros detectores de metales no lo identifican, y dio negativo igualmente en los nucleares, así que no hemos averiguado su peligrosidad potencial. Sin embargo, nada pudimos hacer puesto que se derrite cualquier objeto que acercamos a él. No comprendemos de dónde puede haber llegado ni cómo pasó los controles, pero lo cierto es que viene muy clarito su nombre y dirección. En fin, señor, aquí se lo dejo y que Ud. tenga un buen día.



Garcilaso despidió al cartero con una propina en plumas de oca, muy sabrosas para fundir en un caldo regenerativo y que raramente se encontraban en los mercados habituales, con lo que quedó en paz y prometió no abrir el pico acerca del extraño paquete postal que había entregado.



Garci supo inmediatamente que era otra de las locas ideas de Juanorra. Cualquier día la iban a pillar y se meterían los dos en un buen lío. ¡Pero menuda era ella si se le metía algo entre ceja y ceja! Y ahora que ya hacía más de un mes que no mantenían ningún contacto, debía de haberse puesto loca de contenta al enterarse de su regreso a tierras celestiales. Como estaban cerca de fechas navideñas, tan celebradas en el Paraíso e igualmente denostadas en el Infierno, a escondidas le debió haber preparado un guiso de culebrines y ratas de playa que estaría para chuparse los dedos. Se lo habría conservado burbujeante y con un licor amargo de tortuga, razón de que aquéllo quemara tanto que en la oficina postal no pudieran ni entreabrirlo. ¿Cómo lo habría logrado introducir esta vez y a saber qué tretas y sobornos habría llevado a cabo para conseguirlo? ¿Pero qué importaban los vericuetos de Juanorra, siempre indescifrables? Lo que importaba es que era la señal de bienvenida y que se iba a poner la panza de lo lindo con aquellos guisotes. ¡Luego ya lo quemaría, ya, con su amante más insana!



Lo primero era escribirle una carta corta de agradecimiento y enviársela por ondas, o mejor por internet. Lo malo del sistema internet es que pasaba por conductos de la Tierra que no le gustaban nada, y podía ser interceptado por algún inepto que lo confundiera con un mensaje del más allá o el más acá, o peor, con alguna payasada de extraterrestres. Los humanos es que se creían el centro del universo y tenían que controlarlo todo; a veces llegaban a resultar más ridículos que los propios demonios.



Pues bueno, utilizaría mejor el conducto de su amigo De Angelis, que a buen seguro no se hallaba lejos de sus dominios y tendría algún pibito para hacerle los recados de toma y daca de uno a otro Reino. De Angelis era el mejor contrabandista del Reino del Mal, y siempre sobornaba como quería a los guardas de uno y otro bando, que le tenían más miedo a él que al mismísimo Satanás in person. Así que traficaba con lo que le viniera en gana y en beneficio del mejor postor, un auténtico mercenario. ¡Ah, pero bien que les venía a las conspiraciones de las fuerzas del Mal y del Bien cuando tenían que ponerse de acuerdo en alguna misión sobrenatural y desmedida! No había un negociador como De Angelis. Se conocía las menudencias y miserias de ambos bandos y podía sobornarles con sus peores secretos y fechorías. No tenía precio su colaboración. Por eso Garci siempre le tenía de su lado. Para él era fácil, pues todo lo que deseaba De Angelis en la vida era descansar con una buena botella del mejor vodka ruso, un caviar iraní de primera para acompañar y cientos de cuerpos con silicona por todas partes que le doraran la píldora y le besuquearan sin cesar. En realidad, De Angelis de coito poquita cosa, como no fuera con mancebos fuertes y robustos. Con las niñas tetudas ni pensarlo, solamente las quería para sentirse rodeado y orgulloso, a la vez que el alcohol y sus efluvios le acababan de apagar los restos de vigor que quedaran en su miembro viril. Así que no era tan difícil de complacer, y las hadas, que ya le tenían archisabido el truco, se dejaban convencer por Garci-Terminator, con la promesa de un buen agasajo postrero, en forma de joya o viaje de placer.



Escribió unas letras cortas, pero muy en la línea que le gustaba a Juanorra:



“Querida perra fea y atrevida: tu santo varón inmaculado está que se pone los dientes largos esperando probar tus lindezas más amargas, y mientras tanto me comeré este guiso exquisito que con tus manos largas y afiladas has preparado para mí, en espera de mayores deleites y lujurias que te destrozarán en mil pedazos, como más te gusta. Tu cachondo amante divino. G.”



¡Ay que ver lo que le gustaba esa bruja desmedida! Ni la Polinesia ni mil balinesas embadurnándole los huesitos, no había ninguna, ni mortal ni inmortal, que se le pudiera comparar. ¡Juanorra era otra cosa, y se le ponían las carnes suaves y ardientes de pensar en ella! Por cierto, ¿qué habría sido de aquella niña-engendro que concibieron juntos por un enorme error de protección fallida? ¿viviría todavía? A decir verdad, nunca después de verla de bebé volvió a preguntarle a su novia bruja por aquel fetito tan amable. Era un bebé que ni pedía, ni lloraba, ni molestaba. Era feíta, pobre, ¡qué feíta le pareció! Tanto, que nunca quiso admitir en su fuero interno que fuera suya. Había que ver, desde luego que los genes de Juanorra debían ser de roble, porque lo que es de él, el fetito es que no sacó nada de nada. Quizá los senos, le había comentado muy posteriormente la madre alguna vez. Cuando comenzó a crecer parece que le despuntaban dos montañas del kilimanjaro de lo más esponjosas y nada parecidas a las de las otras infantes. Y luego ese halo de dulzura infantil, nada común tampoco en las verdaderas brujitas. En fin, voilà, ¿quién podía saber qué habría sido de esa medio hija suya? En el fondo, qué importaba ya, habían pasado tantos años que sería más fea aún que su propia madre, que ya es decir. Al pensar esto, a Garci se le pusieron ojos de carnero degollado otra vez, y se avergonzó inmediatamente de pensar con tanta lascivia de su propia hija. ¡Qué carajo, no tenía remedio su desfachatez! Quizá le preguntara por ella a Juanorra en su próximo encuentro.



Se puso un turbante que le favorecía excesivamente y salió a dar un paseo, por si se encontraba con De Angelis camuflado en alguno de sus bares favoritos. Los bares de oxígeno eran lo más inn, así que probó en dos o tres, y preguntó en las barras a algunos amigos comunes de la magia-mafia; pero nada, hacía por lo menos dos semanas que no sabían nada del canalla de su amigo.



Tuvo que desistir y pensar en utilizar algún otro sistema para llamar su atención. Sí, un buen negocio de tráfico de armas, o quizá una trata de rubias blancas rusas, y De Angelis se presentaría a la menor ocasión de oler un tufo así. De modo que ideó un intercambio entre la mafia japonesa y los terroristas peruanos de Sendero, que le hubiera puesto los pelos de punta al mismísimo Fujimori en sus buenos tiempos, y lo dicho, en cuanto se extendió el rumor de que había un acuerdo de miles, millones de dólares en juego, y prostitución a gogó, el mejor conspirador de todo el reino infernal se presentó ipso facto y con un cabreo de mil amores.



-¿Qué ven mis ojos? ¡Un negocio tan suculento y nadie me avisa para cortar el pastel! Garci, debí suponer que un día me traicionarías, ¿tú metiéndote en estos berenjenales y sin darme participación?

-Para, para, mi parte es tu parte, ya lo sabes de siempre. Me importa un pito todo este negocio de armas y putas, ya te las compondrás tú con los japos y los nikkeis, que me aburren mortalmente. Yo sólo quería atrapar tu atención porque tengo una misión para ti que me interesa mucho más.

-Mi buen amigo, dime qué necesitas. Te atenderé con gusto y después pasaré a conversar con todos estos idiotas y a poner las cartas sobre la mesa.

-Es Juanorra, que me tiene loco. Tienes que bajar hasta su casa y hacerte de rogar para que te diga dónde y cuándo nos encontramos. Y de paso le llevas esta misiva de mi puño y letra para que se le ponga el chochito de mermelada. Si no me traes noticias suyas en menos de veinticuatro horas tendré que bajar yo mismo, disfrazado o como sea, y eso sería demasiado peligroso con los tiempos que corren. Ya sabes que tu boss Satán me la tiene jurada y ha distribuido fotos mías por toda la policía local para que me apresen en cuanto me vean.

-Y no quieras saber la que te espera si te cogen, te tiene preparados los peores castigos infernales y ni yo mismo podría salvarte. Te la tiene jurada desde que le birlaste la última víctima para sus fines más delictivos.

-Sí, aquel pobre científico que, después de haberse declarado agnóstico toda su vida, le llega la muerte pisando los talones y se quería convertir al cristianismo y entrar en el reino de los Cielos. Tuve que explicarle no sólo que eso era imposible salvo para algunos insectos, que bastante asco me dan, sino que era mejor una muerte completa que la promesa del Infierno inmortal. Fue una operación durísima, porque el tío es que se resistía a desaparecer, y allí estaba el mismo Satanás en persona para convencerle de las delicias del Mal. Erre que erre con que sería aclamado, famoso, y que todas las glorias le serían dadas por los tiempos de los tiempos. Y yo gritándole que no escuchara, que le esperaba una vida de esclavo a las órdenes de un demonio tirano que le exprimiría el cerebro hasta que no le quedara una gota de sabiduría. Dios me puso el listón muy alto en aquella operación de contraespionaje, pero había que impedir del modo que fuera que el Mal se hiciera con semejante genio de las fórmulas nucleares, porque ni Dios sabía qué locuras demoníacas podían haberse derivado. Probablemente nos hubiérais asestado un duro golpe a nuestro bienestar celestial, que en nada nos hubiera beneficiado, ni a ti ni a mí.

-¡Eso ni que lo digas! Yo estaba atemorizadísimo con la idea de perder mi mejor mercado, que no son ni los hombres ni los animales, todos esos tienen un poder muy limitado a la hora de ordenar armas, misiles, drogas… nada comparable a los ángeles hastiados de su vida monótona y rosácea. Ni qué decir de la inteligencia con que estáis dotados, los dones que os caracterizan y los poderes de que gozáis. Sin esta clientela, apaga y vámonos, De Angelis&Co. tendría que cerrar sus puertas.

-Bueno, bueno, siempre seremos un tándem. ¿Te decides a bajar o qué?

-No sé qué decirte, ahora hago mucha falta para cerrar el pacto con los japos. Y tengo que preparar la Cumbre que se nos avecina, no me vayan a coger la delantera. ¿No te sería igual si envío a uno de mis lacayos? Por ejemplo Pasqualis va que ni pintado para estas operaciones.

-¿Pasqualis cabeza rota? ¡Ni soñarlo! Es presa de sobornos varios y no arriesgaría mi seguridad con ese mequetrefe. Propónme otro. En cuanto a la Cumbre, la tenemos chupada si coordinamos bien nuestras fuerzas contrapuestas, comme toujours my friend...

-Nada, ya veo que no habrá manera. Está bien, por ser tú me desplazo yo mismo. Mientras te hago el trabajito, distráeme pues a los caballeros, dales un par de whiskys bien fríos a cada uno y unos puros caribeños. Y si me retraso más de la cuenta, les consigues unas nenitas que pongan cara de bobas y se dejen tocar el culito. ¡No los pierdas de vista!

-¡Y tú no me falles!

martes, 1 de junio de 2010

TRES: UN PASEO POR EL INFIERNO



¡Pobre Rosalinda! Si es que todo le salía mal últimamente. Era como si los buenos y los malos se hubieran confabulado contra ella. ¡Sapos y culebras, era imposible dar con la solución de la fórmula! Se había comprado unos mejunjes que le aseguraron en la tienda que eran de mucho fiar. Lo que no había calibrado tanto es si la propia tienda era de pego o no. Claro, porque en estos tiempos no se sabía nunca… las puertas del infierno ya no eran tan estrechas y pasaba más de uno que no se hubiera colado ni por una ranura en la época esplendorosa de las Tinieblas.

Ahora todo eran contactos y buenas amistades. Tenías una influencia y, a qué negarlo, te podían dar un pase vip para varios decenios o para toda una vida, que allí era eterna. ¿Y de los criterios? ¡Jahh, eso ya ni se contaba! Había escasez de personal empleado, y tenían que vérselas con cada uno que no pasaba ni por la formación elemental.

Claro, porque los demonios tenían que valerse de alguien para las tareas más engorrosas. Ellos tenían que hacer fechorías, una tras otra, y confabularse para que el Mal ganara la partida. Y eso requiere un tiempo precioso, de modo que no podían malgastarlo en tareas menores, pero necesarias, como lavarse, construir sus casas, limpiarlas, ordenar a los infantes… ¡vaya, un sufrimiento! Los del Cielo tenían más suerte; a ellos es que la magia les hacía todo el trabajo sucio, pero bueno, qué trabajo, por otra parte, porque eran tan pulcros que ni ensuciaban, ni comían, ni necesitaban nada de nada los ángeles.

En el Infierno, para poder sobrevivir, se habían inventado una argucia que les venía que ni pintada. Nada más enterarse de que algún despreciable mortal la estaba palmando, antes de que vulgarmente pudiera irse al otro mundo, o sea desaparecer o extinguirse, según se mire, pues lo captaban y le convencían para hacerle inmortal. Sucedía del siguiente modo: uno estaba ya entre pinto y valdemoro, que se dice, y entonces, cuando se le empezaba a ir el cerebro y a ver un túnel con la consabida luz supuestamente divina, que más bien parece que es la sensación que da el corte de cables que se produce, pues estaba uno en ésas cuando se le aparecía un ser espantosamente negro y voraz que le contaba que de Cielo nada de nada, que era una patraña todo, y que las opciones eran la de morir definitivamente o la de cobrar la inmortalidad en el reino del fuego (por no llamarle infierno, que así de buenas a primeras sonaba mal y tenía mala prensa). Con un peaje a pagar, unos trabajillos de nada y, a cambio, la inmortalidad en medio de una vida de lujuria y depravación.

Los mortales, que en su mayoría se habían pasado los últimos años tratando de hacer el bien por si las moscas, que no por naturaleza, pues se desgañitaban gritando que no cederían a la tentación de Satanás, y que había un reino de los cielos esperándoles. ‘Sí’, pensaba el diablillo burlón, ‘haberlo, haylo, pero a ver cómo te las arreglas para entrar, chato’. Y es que hadas y ángeles se lo tenían montado a las mil maravillas, como corresponde. Tenían las puertas más cerradas que la fortaleza europea y vivían como pachás. Así que, ¡a buenas horas mangas verdes!

Cuando el pobre individuo se convencía de que le habían vendido pesetas a duro, y que de ganarse el Cielo nada de nada, pues es que se le ponían unos colores rojos encendidos y unos sudores fríos de oler a muerto que para qué. El diablillo entonces sólo tenía que hacerle unas pocas cosquillas en el pecho y retarle a una carrera a ver quien llegaba primero a las puertas del Infierno, y en cuestión de segundos el ser humano se transformaba en eunuco currante y hala, otro embaucado para los dominios del Mal.

Así que, todos estos mortales, inmortalecidos mediante chanchullos y enredos, llegaban al reino de la lujuria frotándose las manos de todo lo que iban a disfrutar, librados ya del yugo creador y de la bondad, sin saber que de placer, ni olerlo, y que trabajarían sin descanso para barrer eternamente las miserias del Mal. Ellos contribuían, por lo tanto, a crear un ambiente enrarecido, descontento y agrio, muy propio del Infierno como se le conoce. Mientras que se adelgazaban y se llenaban de enfermedades, tenían que soportar cómo los demonios se cubrían de joyas y saltaban de fiesta en fiesta en sus narices.

¿Pero a qué venía todo esto? A Rosalinda se le fue la cabeza, ya no sabía ni qué estaba razonando. Ah, sí, era sobre la tienda en que le habían vendido la pócima. Pues eso, que con tantos desgraciados dando vueltas por el Infierno, algunos se trataban de hacer pasar por verdaderos brujos y se habían puesto de impostores con sus tiendas, así que no había forma de distinguir quién era quién en aquel barullo que parecía el Oeste americano.

La pomada era de color verde botella y olía a rallos. ¡Puaf, era horrible, ni en sus peores clases de conjuros le habían enseñado a hacer algo así! Trató de leer las instrucciones, compuestas por aquellos signos que su profesor de interpretación les había enseñado y que, más bien, parecían estar en arameo. Así que creyó descifrar que había que untarse de aquel potingue toda la piel y dejarla secar durante una noche. Mientras se la untaba, tenía que andar pronunciando sílabas mágicas, y comerse dos cabezas de pollo que hubiera degollado ella misma. Esta parte fue la que más le costó, mira que había visto veces a su madre cómo les retorcía el pescuezo antes de meterles en la olla, ¡pero es que no se le acababa la angustia! Así que, bueno, cerró los ojos, se taponó los oídos primero para no sentir los gritos de los animales, y una vez que le chorreó la sangre hubo de tragarse aquellas cabezas como si nada. ¡Buahhh, si eso era ser bruja vaya malos momentos que le esperaban! ¡Pero no, ella sólo lo haría esta vez y luego conseguiría su objetivo, lo sabían hasta los muertos!

La pomada picaba un montón pero también había leído que no se podía rascar. Y también tenía que tener cuidado con sus senos y con las partes pudendas, porque se las había dejado al aire y no podían siquiera rozar el pringoso pegamento de la pócima. Los senos, porque era lo único que tenía hermoso y no valía la pena arriesgar en ello, además mejor no le podían quedar. Y las partes íntimas inferiores no quería desperdiciarlas. Las hadas tenían una libido muy rara, según le habían contado su madre y otras brujas, y se les ponía la piel blanca y tiesa cada vez que tenían un subidón espiritual, pero de carne jugosa y excitada, ni sabían lo que era. Rosalinda ya había probado esos placeres carnales y libidinosos y no podía pasar sin ellos más que sin jugar. Además, que ninguno se daría cuenta allá en el Cielo cuando entrara, ¿pues no eran todos santones y virginales? ¡Qué iban a saber!

Se sintió mal toda la noche. Con picores, escozores, ganas de vomitar, los ojos como platos como si se hubiera metido una raya de cafeína, y un sudor que igual era frío que caliente. Estuvo a punto de ir para la tienda a ver qué le habían endilgado y acuchillar a la falsa hechicera, en su caso. Ella, otra cosa no, pero mala podía ser un rato. ¡Y sino, menuda era su madre, la Juanorra, como timaran a su hija! Pero a su madre no se lo podía contar, se hubiera puesto hecha una burra y le habría requisado la pócima antes de nada. Simplemente, no creía en las transformaciones del género divino-maligno, y en los tiempos de los tiempos, desde que ella era ella, nadie nunca lo había conseguido. Es más, los que lo habían intentado se habían desvanecido. Las malas leyendas contaban que una infidelidad de ese tipo conducía a la evaporación del invertido y, lo que era peor, la infelicidad y malestar de todos los suyos por siempre jamás. Y esto último era lo que Juanorra no podía soportar, ni aún siendo su hija un maldito híbrido por culpa suya y de sus devaneos prohibidos.

Así que nada de madres y a aguantar. La fórmula mágica tenía que estar ya haciendo sus efectos, si las indicaciones no eran erróneas. Pero no se podía uno mirar al espejo hasta que la temperatura afuera alcanzara los ochenta grados, subiendo, y el viento soplara por encima de los cuarenta nudos. Tiempo de una mañana primaveral en el Infierno, por otra parte.